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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Javier Torre revela en la novela «La luz de un fósforo» quién fue el popular director que fue padrino de Leopoldo Torre Nilsson

El escritor, director de cine, productor y gestor cultural Javier Torre relanzó su segunda novela, La luz de un fósforo, con inevitables referencias a su estirpe cinéfila. Publicada por Editorial Corregidor, a pocos días de su lanzamiento se editó la segunda edición.

La luz de un fósforo narra un historia, o historias, donde personajes fascinantes del pasado de nuestro cine se entrecruzan con ritmo audaz, caleidoscópico, y donde la realidad y la fantasía alternan para dar vida a un mundo perdido, pero nunca olvidado.

Entre esas historias está la evocación de la historia de Julio Irigoyen, director que inició su trayectoria en el cine mudo y luego atravesó la transición a los primeros años del sonoro y que tuvo un estreno vínculo con Leopoldo Torres Ríos, al punto que fue el padrino de Leopoldo Torre Nilsson.

«Julio Irigoyen fue un hombre afable, de buen carácter, emprendedor. Estaba dispuesto a dar un lugar a los más jóvenes y fue el primero que habló de otro fenómeno que se adelantó a todas las épocas: las squizies, así las llamaba, y en las que Torres Ríos también incursionó.

Eran filmaciones que duraban menos de un minuto, y que encantaban a la gente: un tren que pasaba, obreros saliendo de una fábrica, un hombre paseando en bicicleta, una jovencita que le sonreía a la cámara, un caballo en un baldío, un perro que movía la cola, unas lavanderas en el río.

Irigoyen tenía diez años más que ellos y ganaba buen dinero. Los tentó. Les explicó que para hacer películas había que tener plata, mucha plata, algo que les parecía lejano, imposible.

En su casa de la calle Brasil, más precisamente en el número 1328, (para los aficionados a bucear en el pasado), les permitió reunirse, acumular libros, material fotográfico y el vestuario de Carlitos, sombrero bombée y bastón incluidos. Y para mayor curiosidad de los estudiosos del cine –que los hay, y son brillantes– consignemos otro dato, que incluso puede llamar la atención de algún paseante solitario, algún alma en pena: aquella antigua casona donde el visionario y ambicioso Irigoyen nació, vivió y murió, y donde se desarrolló una de las primeras empresas productoras de cine argentino fue derrumbada y en su espa- cio se edificó un triste, muy feo y sórdido hotel alojamiento que todavía hoy perdura.

Era un hombre jovial, buen consejero, y logró reemplazar, a su manera, al padre adusto y retraído de los hermanos Torres Ríos. Y no solo por ser afectuoso y tolerante lo recordarían siempre. Su carrera como productor siguió creciendo e Irigoyen fue astro de un cine popular, productor incansable y director de películas que verían miles de espectadores en todo el país. Su éxito sin precedentes con La cieguita de la Avenida Alvear, en 1924, por ejemplo, fue un verdadero batacazo.

Leopoldo convenció a Irigoyen para que contratara a Carlos en dos de sus producciones, que solían ser improvisadas, desprolijas, sin la menor sustancia estética, y que disgustaban a su amigo Ferreyra, que se autopercibía un exquisito. Las dos películas fueron pronto olvidadas, o inclusive vendidas e incineradas para la posterior fabricación de peines. Sus títulos, sin embargo, se recuerdan, y no están exentos de cierto melancólico, dulce encanto: Carlitos en Mar del Plata fue la primera y la segunda se llamó Carlitos y la huelga de los barrenderos, dos éxitos de los llamados familiares.

Y a tal punto llegaron la amistad y la confianza, que tiempo más tarde Torres Ríos le pidió a Julio Irigoyen que fuera el padrino de su primer hijo, al que llamaría también Leopoldo. Pero para eso, para el nacimiento de esa predestinada, extraordinaria y peculiar criatura nacida el 5 de mayo de 1924 faltaba todavía conocer a quien sería la madre, May Nilsson, que en ese momento trabajaba de niñera y paseaba inocentemente a un encantador bebito por el Parque Lezama, a solo doscientos metros de donde ellos se reunían a soñar con sus proyectos».

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