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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Alejandro Fadel, director de la segunda unidad de «La sociedad de la nieve»: «La montaña nos decía que no íbamos a filmar tan fácilmente»

Alejandro Fadel es el director mendocino que estuvo a cargo de la segunda unidad del suceso mundial del streaming La sociedad de la nieve, coproducción hispano-uruguaya del español Juan Antonio Bayona, que narra con vividez y minuciosidad la tragedia de los rugbiers uruguayos que en 1972 cayeron con su avión en la Cordillera de los Andes.

-¿Cómo llegaste a Juan Antonio Bayona y en qué consistió tu tarea en La sociedad de la nieve?

Tenemos una amiga en común: escritora, crítica de cine y programadora Desirée de Fez. Ella nos puso en contacto y creo que le pidió a Juan Antonio que viera mis películas, Muere monstruo muere y El elemento enigmático, que están filmadas en en la cordillera de los Andes. Creo que debe haber visto la manera en que rodé esos paisajes, seguramente por la cercanía que tenía con ellos, por haberme criado ahí.

Al comienzo me convocó para filmar los fondos que se iban a usar en la película, en el mismo Valle de las Lágrimas, exactamente el lugar del accidente y en la misma posición donde se calcula que quedó el fuselaje. Tuvimos que ir a rodar en alta montaña, a veces con temperaturas de 20 grados bajo cero, filmando los amaneceres, atardeceres y las caras posibles de la montaña que después se iban a usar en el estudio y la posproducción. Tras ese primer acercamiento, colaboramos juntos también en el guion y con charlas de director a director. Después de la filmación de los Andes me convocó para filmar la parte de ficción que se hizo en Sierra Nevada, en España. Ahí me uní al equipo como director de segunda unidad, filmando algunas secuencias con actores.

-¿Por qué se decidió que la filmación con actores fuese en España y no en Mendoza?

Porque montar una filmación en el mismo Valle es imposible. Es un lugar al que se llega solo por helicóptero o después de dos días a caballo. La infraestructura era muy, muy grande solo para filmar lo que hicimos. Ahí pude comprobar la situación por la que pasaron las personas que atravesaron la historia. ¡No hay vida! Lo único que aparecía con vida era un pajarito que se había apiolado porque le dejábamos comida y venía cada tanto. Estuvimos poquito tiempo, pero es un lugar muy, muy hostil y muy alto, a 3600 metros. Filmar ahí todos los días es imposible. Pero la obsesión de Juan Antonio era que la película tuviera la presencia del lugar real, con todo lo que eso representa para el cine, en cuanto a realismo y también en cuanto a cierto espiritismo. Con cierta cosa misteriosa que las imágenes muestran. Si bien se compuso digitalmente y a veces se proyectó en las pantallas donde estaba el set indoor, dentro de un galpón, cuando uno ve la película sabe que está ahí.

-Una de las virtudes de La sociedad de la nieve es que como espectador estás metido allí todo el tiempo.

Sí. Tenía ese nivel de inmensidad tal que cuando dicen que se alejan 500 metros y no los ves, lo sentís así. Son montañas muy altas y un Valle muy encajonado, con un viento peligroso. Es un lugar hostil para filmar. Por otro lado, a mí me gustan mucho esos desafíos. Intento armar películas que tengan que ver con un grado de azar de la naturaleza.

-Creciste relativamente cerca del Sosneado, el lugar donde cayó el avión, pero eso no significa que el trabajo haya sido fácil.

No, no se me hizo nada fácil. Era muy exigente. Y yo en este momento no estoy preparado físicamente. Pero íbamos con un equipo de montañistas muy experimentados, que nos guiaban y ayudaban en la logística de filmación de montaña. Así que básicamente tenía que llegar hasta el lugar, poner la cámara, no apunarnos, descansar cuando se podía y tratar de filmar.

-¿Cómo era el contacto con Bayona?

Habíamos hecho con Juan Antonio un storyboard bastante preciso, pero estaba hecho con un programa de computación. Y la cámara no se podía poner en ese lugar exactamente. Entonces tratábamos de emular un poco el plano que él había imaginado. Si bien teníamos conexión satelital, no teníamos casi Internet para poder mandarle los planos.

En Sierra Nevada era distinto: él estaba en alta montaña y yo abajo -o viceversa- pero teníamos más cobertura de señal. La logística era muy pequeña para tamaña producción: yo le mandaba a su celular cada plano que grababa y él me lo corregía o lo charlábamos. Nos enviaba el material por Whatsapp. Algo bastante básico pero de esa forma, él miraba lo que estaba filmando en otro lado.

-¿Cómo fue la experiencia de trabajar con él?

Empezamos teniendo una muy buena relación, aunque no nos conocíamos. Tiene muchísima experiencia en rodajes en sets de escalas enormes. Yo sabía que era una experiencia en la que, además de hacer mi trabajo más o menos bien, tenía mucho para aprender como cineasta. Entonces estaba muy cerca de él. Algunos sábados filmábamos juntos. A veces me pedía que dirigiera yo y él me supervisaba; a veces dirigía él y yo miraba.

Yo soy obsesivo, soy bastante hincha huevos, pero él tiene un nivel de obsesión que me supera. Además de los recursos. Eso te permite pensar una película e imaginarla. El no filmaba mucho si las cosas no estaban como tenían que estar y eso era alucinante.

Nosotros nos tenemos que acomodar muchísimo al presupuesto. En cambio, él me decía que si no están las cosas que necesitaba no filme.

-¿Y qué hacías en esos casos?

Sentía una sana presión de saber que si yo estuviese en su lugar probablemente haría lo mismo. Solo que tenía que tener un poquito más de cintura para hablar con los productores y explicarles por qué lo que buscaba no había salido. Aunque en general contaba con los recursos que la escena precisaba y tenía un equipo grande a mi disposición. La segunda unidad era bastante más que todo el equipo de Muere, monstruo, muere.

-¿Cuánto tiempo estuviste involucrado con este proyecto?

Empecé haciendo como una especie de presentación. Juan Antonio me pidió que imaginara la película como si solo estuviera contada desde el punto de vista de las montañas. Sin los personajes. Me copé con eso. Armé todo el guion, las secuencias, busqué imágenes de cómo deberían verse la montaña, qué expresaba la montaña en ese momento y escribí pequeños textos. Empecé trabajando de una manera muy abstracta, como si solo fuese a filmar montañas. En realidad, en ese momento, solo iba a filmar montaña.

Después colaboramos un poco en el guion. Allí pude reescribir algunas escenas y hacer propuestas. Filmé en los Andes 15 días pero también participé en la coproducción. También filmé dos meses en Sierra Nevada y una semana en Uruguay. A veces también estuve viendo cuando tenían armados para editar: Juan Antonio es una persona muy generosa. También Belén Atienza y Sandra Hermida, las productoras, me permitieron involucrarme mucho en el proceso.

-De la experiencia vivida, ¿cuál fue el momento más duro?

Fue difícil mantener el nivel de intensidad y de trabajo que la película requería. Por otro lado, como director me representaba un desafío. Y ese desafío, ese vértigo, es el motor que uno desconoce que tiene.

Tuvimos un incidente en la montaña, en el Valle de las Lágrimas, con unos vientos huracanados, buscando nieve. Ese fue un año en el que justamente no nevó nunca.

En otra ocasión -el día del 48 o 49 aniversario del accidente- fuimos caminando hasta el lugar del fuselaje. Tuvimos cuatro caminatas de 40 minutos, al amanecer y al atardecer. Ese día llegamos de noche. Pido que hagamos un minuto de silencio. Que el que quiera rezar que lo haga. Que cada uno sepa cómo lidiar con esas ausencias y esas presencias. Nosotros íbamos a buscar la nieve. Pero esa tarde se largó una tormenta de la San Puta, con vientos muy huracanados. Primero volaron dos carpas individuales, de los andinistas. Después, un domo en el que había gente tomando la merienda. Hubo personas que se lastimaron por unos fierros que cayeron. Otro andinista se quebró la clavícula. Los que éramos del equipo de cine nos quedamos encerrados en una sola carpa, compartiendo una sopa y un vino. Era como una versión en miniatura de lo que podría haber sido la historia real. Había gente con mucho miedo. Yo no suelo tener miedo en esas situaciones. ¡Me da más miedo ir al supermercado! Pero nos entraba nieve por la carpa, había gente que no podía dormir y terminamos todos medio amontonados.

No digo que fue un mal momento, sino un instante de energía muy intensa. ¡En el mismo día del accidente! Creo que la montaña ahí nos decía: “Ojo al piojo que acá también estamos nosotros. No van a poderse llevarse esas imágenes tan fácilmente”. Tuvimos que evacuar un par de días hasta se calmara y decidir si volvíamos o no. Y volvimos.

-¿Le encontrás algún motivo extracinematográfico a filmar en esas condiciones?

Filmar ahí también es optar por captar la parte espiritual del cine. El cine tiene un punto entre la materia y el espíritu. Si filmás ahí estás yendo a captar fantasmas también. Sin ser demasiado esotérico, te puedo decir que había una energía muy alta.

-¿Qué sabías de esta historia de los Andes antes de La sociedad de la nieve?

¡Muchísimo! Vi las dos películas, tanto la de René Cardona (“Supervivientes de los Andes”, 1976) como la de Frank Marshall (¡Viven! 1993). Fue uno de los dos o tres primeros para libros adultos que leí a los 11, 12 años. Con mis primos veíamos una y otra vez la película, en las siestas de los domingos. De hecho, escribí un texto para Página 12 que se llama El perjurio y la nieve, que metí cosas de la película con mi vida personal. Texto que también le pasé a Juan Antonio para decirle que tengo un conocimiento y un interés grande por la historia. No había leído La sociedad de la nieve, de Pablo Vierci, pero sí otros libros y estaba muy empapado en la historia.

-¿Te contactaste con alguno de los sobrevivientes?

Cuando fui al filmar a Uruguay, me encontré haciendo una escena donde Adolfo “Fito” Strauch, en la habitación del hospital, abre la ventana para tomar un poco de aire y ve un montón de periodistas. Filmé esa escena con Strauch original atrás mirándola. ¡Me estaba cuidando la espalda quien lo había vivido! Una experiencia así justificaba haber participado en La sociedad de la nieve.

Julia Montesoro

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