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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Javier Torre revela en «La luz de un fósforo» las listas negras y el final de la protagonista de la película favorita de Perón

Escritor, director de cine, productor y gestor cultural, Javier Torre acaba de publicar su segunda novela, La luz de un fósforo, un libro con inevitables referencias a su estirpe cinéfila.

Publicada por Editorial Corregidor, La luz de un fósforo narra un historia, o historias, donde personajes fascinantes del pasado de nuestro cine se entrecruzan con ritmo audaz, caleidoscópico, y donde la realidad y la fantasía alternan para dar vida a un mundo perdido, pero nunca olvidado.

Entre esas historias está la evocación novelada de Evita Perón, las listas negras, la película favorita de Juan Perón y la forma en que se precipitó la carrera de la ascendente actriz Graciela Lecube. Todo está narrado en uno de los capítulos del libro.

«Enamorada de los humildes, protectora de los niños, guía espiritual de las mujeres argentinas, reverenciada por los sindicatos obreros, temida por los funcionarios de turno, seguida fanáticamente por los pobres, Evita Perón también soñó con ser actriz.

Venerada, aguerrida en sus apariciones públicas, capaz de enfrentarse a los poderosos, dejó un legado para la eternidad. Su renunciamiento desde el mítico balcón del Ministerio de Obras Públicas fue acompañado por millones de personas que corearon su nombre y le suplicaron que no los dejara solos. Perón, conmovido, tuvo que sostenerla tomándola por la cintura, tal era su debilidad y los dolores que la aquejaban. Tenía una enfermedad horrenda: cáncer.

Evita murió joven y entre los tantos secretos que se llevó a la tumba está lo que se llamó “las listas”.

En un medio transitado por ambiciones frustradas, deseos de fama, inquietudes permanentes, rumores, contrataciones fulgurantes y carreras que subían a la cumbre o se desbarrancaban súbitamente existían, como es de suponer, odios.

Existían las envidias exasperadas, las intrigas fatales, los cuentos, las anécdotas inventadas para dañar una trayectoria, los rumores, la malicia innata de los hombres, las burlas atroces, lo artero. Existían –y tal vez existan todavía, nadie lo dice– los arrebatos de un contrato o el silencio mortal ante el nombre de una figura de la que ya no puede hablarse.

Entre los telones de un teatro de revistas, en la trastienda de una sala de ensayos o en un estudio de cine de los que habían progresado a la luz de un régimen en particular podía existir un verdadero infierno de codicia. Una carrera prometedora, una figura en ciernes, un galán joven o una actriz que hubiera tenido una actitud esquiva con alguien de poder podían terminar en la nada, en el pronto olvido, también en el exilio cruel.

Antes de conocer a Perón la noche del 22 de enero de 1944, en el Luna Park, en un Festival para recaudar fondos por el trágico terremoto de San Juan, Evita había dado sus primeros pasos en un cortometraje publicitario para la marca “Olavina”, extraviado durante décadas y hoy recuperado. Peregrinó luego por pequeños papeles en teatro, y debutó en una película titulada ¡Segundos afuera!, en un ínfimo papel junto a Pedrito Quartucci y Luis Sandrini. A partir de entonces su voz, por momentos luminosa, sirvió para personajes de radioteatro en Radio Belgrano, en épocas en que el género estuvo en su apogeo.

Por todo esto es imposible que Evita no estuviera al tanto de las listas, que no estaban escritas en ningún papel. Que no estaban guardadas en ningún archivo. Que nadie vio nunca.

Que podían variar, ser más largas o más cortas. Que eran en realidad una sola: la lista. O la lista de Apold, el temido Secretario de Información Pública del General Perón.

Evita conoció a todos los actores y actrices de la época, y tuvo rencores. Una de sus víctimas, contra las que inclusive sintió un odio especial, fue Graciela Lecube, de quien nunca más hubo noticias, o quizás muy pocas, desde que partió de la Argentina.

Por eso es curioso que Perón declarara que su película favorita fue Pelota de Trapo, que logró un éxito popular extraordinario y convirtió a Torres Ríos en 1948, en un director célebre.

En ese film inolvidable, con miles de seguidores aún hoy a través de una inimaginable plataforma que nadie soñaba, You Tube, actuaba, actúa, una actriz de enorme talento, pero que infortunadamente cayó en esa horrenda situación, Graciela Lecube.

Críticos sabios, historiadores del cine, profesores memoriosos y cinéfilos que se movilizan en secreto por retrospectivas y salas (que tristemente, una a una, van cerrándose), se conmueven todavía y discuten respecto al maravilloso final de, bello como un final hollywoodiense, tierno, cuando bajo un cielo iluminado y conmovedor Graciela Lecube y Armando Bo se abrazan con la inolvidable música de Pedro Rubbione y Alberto Gnecco como fondo.

¿Ese final, que parece agregado, fue incluido para hacer un guiño al espectador? ¿es una convención respecto del amor y de la vida? ¿Es quizás una provocación, un desafío, una secreta rebeldía?

Perón y Evita debieron sin duda hablar del film, del que se hablaba en todas partes. Graciela Lecube, cuyo cabello en la película es del mismo tono que el de Eva, incluso el día de su muerte lo sufrió. ¿Ocultó un mensaje? ¿Una revancha? ¿Una afrenta?

A partir del 10 de agosto de 1948, día de su estreno en el Cine Metropolitan, Pelota de Trapo fue el comentario en todos los programas de radio, en las reuniones de sociedad y en las confiterías más concurridas (la Richmond, el Aguila, El Tortoni, El Molino, Las Violetas, Iberia, por citar solo algunas pocas), que estallaban.

Armando Bo –tan majestuoso, tan humano, tan bello, tan creíble en su fantástica interpretación– y una Graciela Lecube con una pureza de sentimientos que estremeció al público porteño, habían emocionado, estaban emocionando al país entero con esa película en apariencia tan sencilla.

Perón y Evita, no lo dude el lector, repitámoslo, lo hablaron, lo percibieron. Lo advirtieron.

La temida lista negra incluyó además a Libertad Lamarque, Nini Marshall, Nelly Aylon (tuvo el mal tino de abofetear a Eva Perón en sus principios, cuando nadie la conocía, por una cuestión de celos), María Duval, Luisa Vehil, Lydia Lamaison, Irma Córdoba, Nini Gambier y la mismísima Amelia Bence, quien junto a su marido armaron las valijas y partieron rumbo a México. Se hablaba, muy en voz baja, de ese viaje apresurado.

Graciela Lecube, una mujer de excepción fue también una mujer muy culta y estudiosa. No solo fue actriz, sino también escritora, poeta y traductora. Había egresado del siempre prestigioso Conservatorio Nacional. Integró, además, el elenco estable de Radio Belgrano, donde por esas vueltas de la vida ya había conocido –y pudo haber habido un roce, ¿por qué no?, a quien sería nuestra Primera Dama.

Saber que estaba en esa lista fue un suplicio, porque las ofertas de trabajo fueron esfumándose. Se sintió agobiada. Empezaron las dificultades económicas. No figuraba en proyectos futuros, no la llamaron más los productores. El único director con el que se atrevió a hablar del tema fue Leopoldo Torres Ríos.

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