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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Andrés Di Tella estrena «Ficción privada»: «En la película encontré la música de las emociones»

El jueves 9 de Julio se estrena Ficción privada, escrita y dirigida por Andrés Di Tella. Protagonizada por Denise Groesman, Julián Larquier Tellarini, Edgardo Cozarinsky, Andrés Di Tella y Lola Di Tella.

Di Tella le muestra a su hija los archivos familiares y las filmaciones que él mismo hizo de sus padres. Un actor y una actriz leen, durante varios días y noches, la correspondencia entre Torcuato y Kamala, los padres del director de la película. Él argentino, ella hindú. Las cartas atraviesan las décadas del 50 al 70, registran viajes por el mundo, hablan de amor e idealismo, de dolor y sueños rotos. Juntos, todos estos elementos arman un retrato cinematográfico de gran intimidad acerca de una turbulenta historia de amor del siglo XX.

Andrés Di Tella fue entrevistado por GPS audiovisual por el estreno de Ficción privada (el jueves 9 en Cine.ar y a partir del viernes 17, en Puentes de cine). El audio original está en GPS audiovisual radio.

-Todo empezó con unas fotos anónimas salvadas de la basura. Con esas fotos demostrás la posibilidad de contar historias a partir de lo que nos rodea. De todas esas historias decidiste contar las de tus padres. ¿Por qué?

Nació por azar: una mañana estábamos paseando con mi hija Lola y encontramos dos bolsas de residuos desgarradas, abiertas, llenas de fotos antiguas y cartas desparramadas. Las recogimos como un juego, jugando a adivinar quiénes eran esas personas. Por supuesto, no teníamos ninguna información. Así que recurrimos a la imaginación.

Eso me hizo reflexionar no solo sobre por qué encontramos esas fotos, sino sobre lo que no sabíamos de ellas. Y desde ahí, sobre lo que uno no sabe de sus propios padres. Poco tiempo atrás había muerto mi padre y me hizo pensar en esas cosas que quedaron en el tintero, esas preguntas que quedaron sin respuestas para siempre. A la vez, la muerte de mi padre me evocó la de mi madre, que había sucedido 20 años antes. En ese momento mi padre me regaló una carpeta con un montón de cartas que se habían escrito entre ellos cuando eran jóvenes, desde los años 50 a los 70.

Esos dos elementos se juntaron y marcaron el punto de partida. Uno está todo el tiempo levantando piedras y levantando historias. Y me interesan aquellas con las que puedo establecer una relación emocional.

-Al recuperar las cartas provocaste un diálogo intergeneracional y rearmaste el rompecabezas de una parte de tu pasado. ¿Qué elementos en común hay entre tu propio rompecabezas con el del espectador?

Por un lado, apelé unos actores jóvenes que pertenecen a otro universo. Ellos son del siglo 21. Era mi forma de evocar la juventud de mis padres cuando escribieron esas cartas, y de darles vida. Pero cuando empezaron a leer estas cartas también se hicieron preguntas sobre una historia que desconocían. Sucedió algo raro: las encarnaron.

-¿Cómo le diste forma narrativa a esas cartas?

Antes que nada, ¿cuánto representan unas cartas en la vida de dos personas? Son piedritas. Esquirlas que quedaron en el campo de batalla. Levantando esas piedritas uno tiene que reconstruir la historia. Apenas muestro la punta del iceberg de las vidas de mis padres: las cartas son eso. Y el espectador (la espectadora, les espectadores) tienen que imaginarse el resto del iceberg; ese cacho gigante que está debajo de la superficie, invisible. ¿Cómo lo hacen? Solo a través de sus propias experiencias, de sus propios sentimientos sobre sus padres, sus hijos, sus seres cercanos. Esas cartas -te diría la historia de mis padres-, sirve como vehículo para una especie de viaje, de reflexión emocional de cada espectador respecto de su propio sentimiento y su propia experiencia con sus padres.

-En la película, tu hija recrimina que revisar esas cartas es meterse en la intimidad ajena. ¿Te afectan o te persiguen estas inquietudes?

Sí, claro. Ella dice: “¿No es muy entrometido esto?”. Sí, lo es. No tengo una respuesta fácil. Muchas veces me pregunté qué estaba haciendo. Quiero decir: no sé si está bien lo que estoy haciendo, metiéndome en esa intimidad, imaginando a papá y mamá antes de ser papá y mamá, cuando eran Kamala y Torcuato. No está mal preguntarse si eso está bien y no tener la respuesta. De última, la tendrá el espectador.

Pero son cartas que mi padre me regaló, y se puede sospechar un mandato en eso.

-¿Trabajaste con un concepto de guion prestablecido que después se reafirmó en el montaje o la película, con este orden y estas tensiones, apareció al armar el rompecabezas?

Siempre hay que escribir un guion para imaginar la película, y para convencer a los actores y los productores. Ese proyecto tiene que ser bastante concreto, y tiene que plantear una historia y un desarrollo, para poder conseguir fondos y concretarlo. Es difícil en el caso del cine más documental -o que trabaja con la realidad-, porque, ¿cómo saber lo que va a pasar? Más: si supiera todo lo que voy a filmar, no filmaría.

Pero ese ejercicio permite que se empiecen a generar ideas. Formas. Mi mayor desafío es cuando aparece lo inesperado. Lo mejor que te puede pasar cuando empieza el rodaje es que se te quemen los papeles. Porque la realidad ofrece cosas muy distintas. Algo muy superador, una puerta que se abrió para que entres en otro espacio inimaginado.

El guion de una película de este tipo se escribe desde el principio y durante el rodaje se toman otros elementos. Y en el montaje hay mucho de reescritura, en el sentido de acomodar las imágenes, probar un orden, sacar cosas, y también estar escribiendo escenas o diálogos. Hasta volvimos a filmar algunas cositas, una vez que encontramos algo que se pareció a lo que queríamos hacer.

-En ese proceso es cuando aflora tu zona más íntima y sentimental.

-Sí. Hasta que finalmente encontré en esta película la música de las emociones. En un punto, una película es como una composición. En este trabajo, que no es fácil de explicar –esto que te expliqué sobre cómo escribimos, reescribimos, reestructuramos y acomodamos las piezas-, el criterio fundamental es esa música de las emociones. Que la película fluya como una música, y que llegue como una especie de crescendo a un momento donde el espectador pueda dejar fluir una especie de catarsis.

-La película aborda mucho la figura de tu padre, Torcuato, pero no tanto tu relación con él. ¿Qué imagen descubriste de él a partir de la película terminada?

La película es apenas un pedacito de su vida. Si bien todos los elementos son reales, está hecha en función de provocar esa catarsis en el espectador; esa reflexión, esa iluminación de zonas oscuras. Lo que me pasó a partir de la muerte de mi viejo -es raro decirlo-, es que su ausencia me liberó. Pude imaginar la vida de él con otra empatía. Quizás, en el momento en que los padres viven está muy presente la relación. Nosotros teníamos una excelente relación, hablábamos muchísimo. Pero siempre fue entre papá y su hijo, y eso te encasilla. Su muerte me permitió verlo sin el traje de papá y tomarme la libertad para imaginar su vida, y encontrar otra empatía.

-¿Qué partes oscuras tuyas pudiste iluminar?

Trato de entender lo que habrá significado para él su ruptura con su padre, cuando le dio la espalda a la empresa que había creado, Siam Di Tella. Eran los años 50. Mi abuelo murió con el sabor amargo de que su hijo primogénito no iba a seguir al frente de esa empresa que fue la creación de su vida. Mi padre tuvo que vivir toda su vida con esa carga. Lo dice en una de las cartas a mi mamá: esa cuestión es un fantasma que sobrevuela su vida.

Por otra parte veo la vida de mi madre, una mujer hindú en los años 50, destinada a un rol muy subalterno, a casarse en un matrimonio arreglado. Ella logró romper ese pasado, ese peso, y pudo salir al mundo.

Ellos se conocieron en 1951 en Estados Unidos, cinco años antes de que Rosa Parks se negara a cederle el aseinto a un hombre blanco en un autobús, lo que desencadenó (¡recién en 1956!) el movimiento por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos. Mis padres vivieron en esa época y formaron lo que se llamaba una “pareja de raza mixta”. De solo pensarlo así me pone los pelos de punta. Entraban en un lugar y se daban vuelta todas las cabezas, para bien y para mal. Estar juntos fue como romper muchas limitaciones, muchos prejuicios. Ellos y otros cientos y miles de personas que hicieron lo mismo en esa segunda mitad del siglo 20. Esas relaciones no se concebían. No es que actualmente se haya superado el racismo, pero por lo menos hoy ya no suena imposible.

Julia Montesoro

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