La cama, que se estrena el jueves 22 en la Sala Lugones, Malba y Cine Select La Plata, es la ópera prima de la actriz y directora Mónica Lairana. Estrenada internacionalmente en la sección Forum de la Berlinale, participó en la Competencia Argentina del recientemente finalizado Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en el que obtuvo el premio de DAC a la mejor dirección de las películas argentinas de todas las competencias, a la vez que SAGAI le otorgó el premio Patacón a Sandra Sandrini por su rol principal. La película está protagonizada por solo dos actores: Sandrini y Alejo Mango, quienes interpretan a una pareja adulta en su último día de convivencia antes de su separación definitiva, mientras desmantelan la casa familiar.
GPS audiovisual dialogó con Mónica Lairana.
-¿Cómo surgió el proyecto?
Nació a partir de una vivencia personal. Me separé después de ocho años. Atravesé un dolor tan profundo, que me obligó a replantearme la vida desde otros lugares. Y tuve ganas de hacer una película sobre eso.
-¿Es autobiográfica?
Sí en lo que tiene que ver con la cuestión emocional, pero no en la historia, que se nutrió de muchas otras cosas. Además me interesaba situarla en una pareja que tuviera muchos más años de matrimonio, con hijos, y ese no es mi caso. Sentí que el drama, las dudas y el duelo -todo lo que sucede en esa instancia de separación- podía ser más fuerte con más años de convivencia.
-¿Por qué te interesó filmar una pareja generacionalmente mayor que la tuya? ¿Qué podías encontrar en una pareja mayor de 60 años?
Algo me pasa en relación a esa etapa de la vida: empatizo mucho. Hay algo que me sensibiliza: tal vez sea la plena conciencia de que vamos a llegar a ese momento. Lo primero que filmé, hace diez años, fue un corto sobre una señora de 60 y pico de años, y la primera escena es una masturbación. Es sobre la voluntad de esa mujer para no sentirse sola. Aunque creo que los temores y las contradicciones exceden el marco de la edad.
-¿Cómo trabajaste con los actores para que fluyera con naturalidad el vínculo íntimo?
Por suerte, la película se hizo con los actores que me interesaban. Ni siquiera nos conocíamos, ni ellos a mí ni entre ellos. Se sumaron desde la convicción absoluta de querer contar una historia con el tipo de poética que yo proponía. Si no, no hubiera sido posible ese nivel de entrega, de compromiso y de despojo.
En lo específico del trabajo, primero hicimos un entrenamiento físico. Para que estuvieran acostumbrados al cuerpo del otro, y que hubiera una cercanía de roce, de cuerpo con cuerpo, de familiarización. Para que en la pantalla se viera cotidiano, íntimo y natural. Cuando terminamos esa etapa hicimos el ensayo de las escenas fundamentales, para construir el vínculo y buscar las sutilezas. El trabajo fluyó muchísimo, y el resultado está ligado a eso.
-Si no te conocían, ¿cómo lograste ese nivel de entrega?
Hice algo que como actriz me gusta que me hagan, que fue abrir el proyecto. Sinceré todo: qué me interesaba filmar, de qué manera quería hacerlo, por qué decidí poner la cámara de una forma y no de otra. En el momento de llegar al rodaje, sabían perfectamente lo que iba a ocurrir. No hubo sorpresas.
-¿Cómo lograron asumir algo no convencional como estar virtualmente desnudos ante la cámara durante casi toda la película?
El trabajo que hicieron respecto del desnudo fue muy interesante. Les pedí un desnudo no artificial. Un actor puede vivenciar actoralmente la desnudez a través de la postura. El trabajo específico que hacía falta era la desnudez desde el despojo, como si estuvieran en su casa, donde nadie los veía y el cuerpo aflojaba. Fue muy difícil, no todos pueden hacerlo.
-¿Qué grado de participación tuvieron en la elaboración del guión?
La propuesta estaba tan elaborada que era difícil mover una pieza. Eso lo hablamos también con ellos. Al no ser discursivo, el guión fue milimétrico, muy preciso. Era necesario que los elementos estuvieran en la medida justa. Por eso fue importante abrirles el proyecto: para que entendieran por qué en determinada escena era interesante que no se jugara determinada emoción, para que esa emoción apareciera diez escenas después.
-Trabajaste con un guión de pocas palabras. Por un lado, parece una alegoría sobre la incomunicación, la incapacidad para entablar diálogos. Por otro, los encuadres –y el rescate de objetos y elementos cotidianos- completan lo no dicho.
Es el punto exacto en que yo quise hacer la película. Me interesaba hacer foco en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, tanto en lo vincular como en las pequeñas acciones. Uno puede pensar que son insignificantes, pero hacen a la vida. Y sobre todo, confiaba mucho en poder expresar a través de los cuerpos.
-Hay un valor simbólico en la desnudez: habla de un despojamiento absoluto. Además de que son cuerpos no eróticos.
Me interesa el sexo deserotizado. Por un lado, el sexo es fundacional de las personas, es vital. Pero no me interesa usarlo en el cine desde lo erótico sino para expresar otro montón de emociones.
-Desnudos, la separación flota en el ambiente. ¿Quién decide? ¿Quién propone primero? Hay una decisión tuya de que nada esté subrayado.
Ese era el riesgo. No quería que hubiera un “malo” o que alguien diera el primer paso. ¿Qué importa quién dio el primer paso? Ambos están decidiendo separarse. Lo importante era retratar esa situación, sin ahondar en la causa.
-Otra decisión: que todo ocurra dentro de la casa. La casa es a la vez su protección y su cárcel.
Lo medité mucho, tomé muchos riesgos. Pudo ser una película demasiado asfixiante. Pero confiaba en que fuera interesante poner la historia únicamente en el universo privado de ellos. Para mí, “privado” es lo que pasa puertas adentro. Nunca hubo versiones de guión distintas: desde siempre, todo iba a ocurrir dentro de la casa, esa casa que los albergo durante años. También es una decisión muy meditada en qué momento la cámara acompaña a ellos al exterior. Durante mucho tiempo los observa a través de la ventana. Es como espiar, pero sin perturbar la intimidad.
-¿Por qué elegiste casi no poner música?
Es un gusto personal: en mis cortos no hay música. Me siento más alineada con las películas que no conducen al espectador a través de la música. Me pareció que el silencio cobraba un peso específico en la narrativa. Allí hay algo de lo que ellos no hablan, de lo que no hace falta decir. El ronquido, el ventilador, la musicalidad de la vida cotidiana. El silencio era narrativo.
-El ronquido es una constante: el protagonista se queda dormido en el sillón, en la alfombra o después de hacer el amor. Un clásico masculino.
(Risas) Hay algo de lo masculino y lo femenino expresado en esas cosas. Quizás yo no puedo dormir por un pensamiento, quizás el hombre es más pragmático y lo piensa al otro día. Son pequeñas diferencias de género que no había por qué no mostrarlas. En lo esencial, el personaje de ella es conciente desde el primer minuto de lo que está ocurriendo. El hace un delay. No termina de entender, hay algo de resistencia infantil. Creo que hasta una lectura posible de la escena final es que él piensa que todo va a volver a la normalidad. Separarse es algo que no termina de asimilar. La película es vivenciar junto a Mabel el proceso de asimilación.
-En la última comida juntos, Mabel (Sandra), sentada, gira la cabeza, mira alrededor y comenta dramáticamente lo que ve, tal vez por primera vez: su casa grande.
La casa es un tercer personaje: las casas son importantes. Allí están los objetos que uno va acumulando en la vida. Uno no puede evitarlo, y los llena de afectividad. Hasta que llega el día en que uno se pregunta cuál es el sentido de la acumulación.
-Tal vez, concientemente o no, como homenaje a una película emblemática de la filmografía de su padre, Luis Sandrini, que justamente se llamaba “La casa grande”.
No había visto la película. No lo sabía.
Norberto Chab