Tatiana Mazú González estrenó Caperucita roja, un registro íntimo familiar que gira en torno de su vínculo con su abuela, que comenzó a rodarse en 2015 (primer año del #NiUnaMenos) y concluyó a finales en 2018, en plena lucha por la conquista de la Ley del Aborto.
Realizadora documental, experimental y artista visual; activista feminista y de izquierda, se expresa a través de una obra que confronta los distintos contextos políticos con que crecieron las mujeres de su familia.
-Antes que nada, qué importante es poder ver Caperucita roja en pantalla grande, ¿no?
Sí. La película se había estrenado fuera de la Argentina unos meses antes de la pandemia. Cuando llegó, toda su circulación en Argentina fue virtual. Es muy importante también a nivel personal, porque mi abuela no pudo verla todavía en una sala de cine.
-¿Cómo surgió la idea de Caperucita roja?
Siento que la película, en un punto, empezó cuando nací y mis papás empezaron a dejarme al cuidado de mi abuela cuando ellos salían a trabajar. Mi abuela también trabajaba de modista -aún a sus 94 años trabaja-, y me quedaba al cuidado de ella porque trabajaba en su casa. Mientras cosía me contaba cuentos de hadas que se sabía de memoria, me cantaba canciones populares españolas y a la vez me iba contando su historia de vida. Todo eso se entremezclaba en un límite bastante difuso entre realidad y ficción, que desde muy chiquita me resultó fascinante.
Y siempre supe que tenía ganas de hacer algo con ella cuando empecé a estudiar cine, allá por el 2008, pensando que quería hacer ficción en relación a sus relatos. Con el tiempo fui descubriendo al filmar (lo sigo descubriendo todavía), que me interesaba trabajar mucho más con la realidad como materia prima y dedicarme al documental.
Hacia 2015, en pleno crecimiento del movimiento feminista argentino con el primer #NiUnaMenos y el inicio de la lucha fuerte por el aborto legal, y de la mano de mi militancia y mi propio activismo en el feminismo y en la izquierda, pude der de otra manera la historia de mi abuela. A pensar esa historia casi anónima de una mujer trabajadora, que quizás podría ser muchas otras, que vivieron una vida resistiendo condiciones de muchísima precariedad.
Entonces me propuse revisar todo lo compartido y todas esas historias que ella me contó siempre en clave de este feminismo, un feminismo con perspectiva de clase. Y cuando en 2015 me enteré que el pueblo donde ella nació en España estaba a la venta, y una inmobiliaria lo quería convertir en un hotel temático sobre la guerrilla que resistió al franquismo, me pareció tan absurdo que lo tomé como el puntapié definitivo para decidirme a hacer una película con esto.
-¿Cómo fue el proceso de incorporar en el proyecto a tu abuela y a las mujeres de tu familia?
Yo ya había hecho La internacional, un corto donde aparecen mi hermana y mi mamá. El eje era mi hermana como militante de izquierda y a la vez como mi hermana; como ese límite entre lo familiar y lo político llevado a la literalidad. Las dos estaban acostumbradas con ese primer experimento. Con mi abuela, lo que aprendí y me llevo como aprendizaje, fue el proceso de la paciencia. Es una persona que está muy lejos de la práctica del cine: para ella el cine es el de las grandes estrellas, de los grandes premios y las alfombras rojas, y fue muy loco descubrir que hacer una película también podía ser algo cotidiano, chiquito y artesanal. Que fue básicamente lo que hicimos.
Filmamos con ella, prácticamente, durante un año y medio en su departamento. Íbamos dos o tres veces por semana. Joaquín, que es el director de fotografía y camarógrafo, había sido mi pareja varios años, y eso nos permitía una situación de intimidad familiar. Fue un proceso muy libre, de aprender a escucharla y que ella me aprendiera a escuchar a mí, como un intercambio muy hermoso.
En determinado momento del rodaje decidí que empezaran a venir visitas: mi hermana, mi mamá, mi prima y mi tía, para empezar a tejer lo transgeneracional y empezar a ver esa construcción de identidad, desde una mujer que vivió a lo largo de casi todo el siglo XX hasta mi primita que ahora tiene 11 años. Entonces se empiezan a entrecruzar esas generaciones.
-¿Qué viste en Caperucita roja con la película terminada, que no hayas percibido antes sobre vos?
Aprendí mucho a escuchar las diferencias que tengo con mi abuela. Las políticas, especialmente.
En un momento de mi adolescencia discutimos mucho. Con el tiempo fui cada vez más consciente de mis posicionamientos críticos ante el mundo, y a la vez de los de ella, una mujer campesina criada en el franquismo, con una docente franquista, que fue muy pocos años a la escuela y reproduce en su discurso cuestiones que para mí son profundamente conservadoras.
A lo largo del rodaje empecé a entender cómo se había construido tanto mi identidad política como la suya. Pude vernos con perspectiva social e histórica y entender que cada una es producto del contexto en el que creció, de las oportunidades que tuvo y las cuestiones con las que se fue encontrando. Y a la vez pude ver sus contradicciones, porque ella en la práctica fue una mujer que estuvo en búsqueda de su libertad. Eso se ve en la película: ella cuenta cómo huye cada vez que se sintió oprimida. Lo más interesante de esos diálogos con ella fue ampliar mi capacidad de escuchar las historias de otros y entenderlas en su complejidad.
Julia Montesoro