spot_img
spot_img
spot_img

Todo el cine y la producción audiovisual argentina en un solo sitio

DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Miguel Kohan estrena «La experiencia judía»: «Me interesa un cine que trasmita atmósferas»

El jueves 25 se estrena el documental La experiencia judía, de Basavilbaso a Nueva Amsterdam, de Miguel Kohan. Se trata de una road movie que va en busca de antiguas culturas sefaradíes establecidas a lo largo de América y que simbólicamente comienza y termina en Basavilbaso, uno de los pueblos entrerrianos en los que se establecieran los gauchos judíos y que forma parte de los recuerdos familiares del realizador.

El periplo, estructurado en capítulos, muestra la importancia cultural, social, patrimonial y antropológica del vínculo entre los primeros exiliados de la Inquisición española del siglo XV y las comunidades aborígenes americanas. Y se resignifica por el interés que existe hoy, cinco siglos después, en revisar y comprender esa parte de la historia.

Miguel Kohan le contó a GPS audiovisual cómo fue desarrollar un relato que vincula sus orígenes ancestrales con una parte desconocida de la historia de América Latina.

-¿Cuál fue la idea que te motivó a hacer una película que simbolizara un viaje a tus raíces?

Hay un recuerdo que me acompaña desde chico: el de mi familia de Basavilbaso, a quienes siempre veía vestidos de gaucho cuando los iba a visitar. También había un tío de mi papá que venía a Buenos Aires vestido de gaucho y hablaba de “la República de Entre Ríos”. ¡Eran más gauchos que los gauchos! Aunque esto era muy natural, a lo largo del tiempo se convirtió en una pregunta: ¿qué es eso de ser gaucho y judío al mismo tiempo?

Cuando estrené Salinas Grandes (N.R.: un documental realizado en 2004) el historiador Mario Cohen me invitó a exhibir la película a una universidad. Allí me regaló su libro “América colonial judía”, que habla de la diáspora de los judíos sefaradíes al continente americano y de su relación con las culturas locales. Por alguna razón, lo asocié mi recuerdo y me puse a investigar.

En 2008, invitado al Festival de Tesalónica para presentar Café de los Maestros, fui Jerusalem para ver a Mordejai Arbell, quien había sido cónsul de Israel en Colombia y era un gran estudioso de la presencia judía en América. Había estado en Surinam y en el Caribe, como historiador autodidacta. Me fascinaba su investigación, porque él profundizó en algunos aspectos que ya estaban contados en el libro. Estuve tres días con él. Me llevé una camarita para registrar su voz, para que me contara aquello que me enviaba por fax, ya que no quería usar el mail. Me contó esa epopeya y me regaló sus fotos, imágenes y estampillas de esos lugares: allí se refleja la impronta judía. Entonces me dijo: “tenés que filmar esto”.

Y todos los recuerdos se asociaron.

-Más allá del deseo, ¿en qué momento apareció la posibilidad concreta de filmar?

Llegó de una manera insólita. En 2016 estaba en Ventana Sur (N.R.: mercado de productores organizado por el INCAA) por mi proyecto anterior, El francesito. Estaba buscando información sobre el Conde de Lautréamont, y por eso quería ir a un cóctel organizado por la delegación uruguaya. Mientras caminaba, se acercó una persona que buscaba el mismo lugar que yo. Me preguntó qué hacía. Le dije que tenía un proyecto olvidado y cuando se lo conté, me respondió: “Desde ya, te invito al festival de cine judío de Punta del Este”. Presenté el work in progress y ¡gané el primer premio! En el público estaba la directora general de ORT Uruguay, Charlotte de Grumberg, quien se interesó mucho por el proyecto. “Es la primera vez que no hablamos de la Shoah”, me comentó. Ese apoyo inicial permitió hacer la película.

-¿Con qué criterio se trabajó el guión?

Al principio debatimos cómo armaríamos la narración. ¿Sería en forma cronológica o en relación a los espacios, a los lugares? ¿O habría que armarlo por islas de concepto? Un tema de alto debate fue cuánta información había que entregar. Este proyecto tiene información muy rica: ameritaba que apareciera. A mí me interesa un cine que trasmita atmósferas: creo en un cine donde lo que te tiene que trasmitir es el verosímil de la escena, más allá de las palabras. No me interesa el cine didáctico. Pero la realidad es que había una información dura muy fuerte. Y además, estaba dicha por actores sociales de una manera hermosa. Porque este Mordejai Arbell se ganó un lugar en el montaje de punta a punta. Al principio no estaba, pero el proyecto cobró magnitud con él.

-¿Tuviste la tentación de ser el narrador, de tener otro protagonismo? Podría decirse que aparecés poco, casi lo necesario.

Hay una presencia mínima, pero no quería que se convirtiera en algo personal. No buscaba ser el narrador ni tengo el prejuicio de las cabezas parlantes. Me importa que cualquiera construya, que trasmita una atmósfera. Se llama “experiencia judía” porque la experiencia en cine consiste en lograr que sea trasmitida. Más allá de las palabras. Siempre lo nombro a (Michelangelo) Antonioni, porque decía que el cine no está solamente para ser comprendido sino para ser experimentado.

-Se filmó en Basavilbaso y también en Surinam, Jamaica, las Antillas Holandesas, Nueva York, Brasil. ¿El plan de filmación siempre estuvo relacionado con estas ciudades?

Se fue armando, en la medida que surgían opciones e hipótesis de rodaje. La arqueóloga Raquel Frenkel vive en Nueva York y tenía preparado viajar a Jamaica, para investigar sobre tumbas sefaradíes, y le propuse juntarnos allí. Fuimos con un equipo básico para no interferir, con mucha discreción. Estuvimos unos 10 ó 12 dias en una especie de road movie jamaiquina, con un ómnibus que partía de Kingston y se metía por distintos lugares, en búsqueda de las huellas perdidas. Hasta llegar a la parte más dramática: Saint Ann, donde se encuentran las tumbas hebreas limpiando en los basurales. Eso surgió en el mismo viaje.

-No había un plan estricto, y tampoco margen para las retomas.

No, y eso es lo que más me gusta del cine documental. Eso pasó con Mordejai Arbell: el material de investigación es el que queda en la película. Hay un testimonio de un tipo en un hotel que nos preguntó qué filmábamos, cuando estábamos haciendo el check out. En Recife contactamos una productora que había hecho una investigación de campo y detectado lugares y personas. Y cuando llegamos apareció Raimundo, el encargado del taller mecánico, porque se enteró que estábamos en el pueblo y nos vino a ver al hotel. ¡Y es el que hace las reuniones de genealogía en el pueblo!

-A la manera de una road movie.

Si: es una road movie. Los lugares iban surgiendo también por las posibilidades de rodaje en el encuentro con los actores sociales. En Jamaica, por ejemplo, rodamos cuando estuvo dispuesto Harold, el actor social que todo realizador quisiera tener, porque sabe vehiculizar muy bien conceptos y sentimientos. Desde San Eustaquio -una isla de 20km2 donde hay una sinagoga y un cementerio judío-, se armó el viaje a Nueva York. Y quedó Brasil para el final del viaje, en orden cronológico con la historia. De esa forma quedaron primero los cementerios, y después se presentifica ese pasado en una historia social que ocurre en el aquí y ahora de Brasil, donde aparece un grupo de personas que se identifican como judíos, y que están vinculados a los sefaradíes que huyeron de la Inquisición.

Estos judíos que aparecen en Brasil estuvieron siempre; no son de antes ni de ahora. Es un elemento atemporal que colocado donde está, al final de la película, tiene sentido por todo lo que vino previamente. Es un lugar ahistórico, algo que me interesó mucho.

-¿Qué fue lo que más te sorprendió del viaje?

Ir a la Jodensavanna. A la selva. Y ver allí tantos cementerios y la sinagoga. Entre los arawacas, que son quienes se hacen cargo de la memoria judía. Me ayudó a soportar la cantidad de mosquitos y bichos que había con mucha hidalguía (ríe). Allí pude sentir que el concepto de “lugares remotos” todavía existe en el mundo. De noche estás en un lugar muy precario, donde hay solo una hora de luz eléctrica. Escuchar el sonido de la selva es impresionante. Y ver huellas del pasado judío en ese lugar te trasporta.

-Debe tener su encanto…y sus riesgos.

Por supuesto. Ibamos por un sendero en fila india, y de repente mi pierna se metió en un pozo. Rápidamente, el primero de la fila se acercó con un machete en la mano y nos asustamos todos. Cuando saqué la pierna, se tranquilizaron: la había metido en un nido de víboras, ¡pero vacío! Entonces me explicaron que si no hubiera estado abandonado me cortaban la pierna.  

-¿Qué escena dejaste en el montaje que lamentaste?

(Ríe) Una en el norte de Brasil. Se trata de un pueblito que tiene como souvenir un chorizo. ¡Un chorizo judío con carne de cerdo! Me explicaron cuando llegó la Inquisición al norte de Brasil, se dedicaron a hacer esos chorizos para engañarlos.

-¿Qué elementos encontraste para explicar la relación entre la Inquisición y los pobladores judíos?

El proyecto tiene que ver con una investigación sobre la memoria judía y sobre la historia, con este espacio ahistórico de la memoria, del no tiempo, frente a la historia que está escrita en palabras, de las que después de la Inquisición el historiador no pudo dar cuenta. Y donde no puede dar cuenta, aparece la influencia enorme del mundo de la Cábala, que ayudó a la sobrevivencia del pueblo judío. No a través de la palabra sino de las prácticas rituales, del mito. En el nordeste de Brasil se asentó la Cábala Luriánica. Así sobrevivió la memoria del pueblo judío más allá de la historia.

-¿Cómo se puede advertir la presencia de la Cábala hoy?

La Cábala expresa que para que la verdad pueda ser contada no hace falta una imagen. Podes usar millones de ellas. Los cabalistas usaban la calavera o los ángeles, contra aquellos que decían que había que respetar. Eran perseguidos aun por los propios judíos. Por eso creo que sobrevivieron: porque cuando llego la Inquisición tenían incorporado el tema de la persecución. En el trabajo del arte de imaginería de tumbas hay muchas imágenes que tiene que ver con la Cábala.

-¿Qué película viste al llegar al destino final?

Es una investigación sobre esta capacidad judía de desdoblar fronteras, de hacer del exilio su asiento para poder sobrevivir. Así empieza un viaje por esos lugares (algunos, muchos quedaron afuera) donde en algunas partes hay vestigios físicos y en otros, solo imágenes o representaciones. Es una ventana de vida a la historia de la presencia judía en la época de la colonia.

El resultado final es la historia de la colaboración entre los indígenas y los judíos, que venían de vivir siete siglos con los árabes. Es notable cómo muchos indígenas están tan implicados. No hay allí interés ni especulación turística: lo sienten como parte de su historia. Un grupo de gente viaja todos los años a Jamaica porque piensan que hay unos 20/25 cementerios judíos. Llevan descubierto doce. Van con especialistas en imaginería en cementerios. Surinam también está muy implicada en averiguar su parte judía. Y en el nordeste de Brasil hay pueblitos donde mucha gente se descubre judía: son los anusim (los retornados), que se reúnen una vez por mes, se pasan datos de historias familiares y hacen una investigación genealógica a lo largo del tiempo.

Estos judíos que llegaron a vivir en convivencia con los aborígenes llegaron a vivir una importante autonomía y soberanía, constituyendo la nación judía del Caribe, dispersa en distintos lugares y geografías. Seguramente creyeron que era el final de su viaje. Y que habían llegado a la Tierra Prometida.

Norberto Chab

Related Articles

GPS Audiovisual Radio

NOVEDADES