El escritor, director de cine, productor y gestor cultural Javier Torre relanzó su segunda novela, La luz de un fósforo, con inevitables referencias a su estirpe cinéfila. Publicada por Editorial Corregidor, a pocos días de su lanzamiento se editó la segunda edición.
La luz de un fósforo narra un historia, o historias, donde personajes fascinantes del pasado de nuestro cine se entrecruzan con ritmo audaz, caleidoscópico, y donde la realidad y la fantasía alternan para dar vida a un mundo perdido, pero nunca olvidado.
Entre esas historias está el pacto secreto entre su abuelo, el popular director Leopoldo Torres Ríos y la célebre actriz Graciela Lecube, quien fue obligada a exiliarse al quedarse sin trabajo por aparecer en una lista negra.
El texto de la novela es éste.
La primera vez se encontraron en el bar y confitería “La Academia”, sobre la Avenida Callao. Ahora también Torres Ríos se había propuesto proteger a otra actriz, ayudarla.
El éxito extraordinario de Pelota de trapo se había ido apagando. Café de por medio, ella se atrevió a contarle lo que estaba sucediendo. Lo contó a medias, sin dar nombres. Torres Ríos la escuchó concentrado, fumando. A él también le resultaba difícil conseguir negativo para filmar una nueva película. Había que firmar una petición ante la Secretaría de Industria, seguir el trámite, humillarse. Primero había sido durante la guerra, pero ahora era por otros motivos: Siempre había privilegiados, gente que estaba antes que él. El registro para importación de material virgen era retorcido y difícil de completar. Odiaba los trámites, y prefería, si era así, que le produjeran otros. Es decir, venderse por un salario.
Graciela Lecube lo escuchó, preocupada. Hablaban pausadamente, quizás temían que alguien en otras mesas escuchara.
—¿Me tengo que ir de la Argentina? –fue entonces la pregunta de la mujer magnífica, joven, que ahora se encontraba en un aparente callejón sin salida.
—Yo nunca podría irme de aquí –respondió Torres Ríos– pero lo suyo es diferente. Usted está mucho más expuesta que yo, Graciela. Deme unos días para pensarlo y darle una respuesta.
Volvieron a encontrarse quince días más tarde. Graciela estaba des- mejorada. Había cambiado el color de pelo y ahora llevaba un castaño opaco, que la hacía parecer mayor. Estaba sin maquillarse, vestida de entrecasa. En el mismo lugar, en la misma mesa, Torres Ríos se puso de pie al verla acercarse y le acomodó una silla. Graciela le contó que había tenido una entrevista para un personaje protagónico y que el proyecto estaba por concretarse, pero la habían descartado.
—Simplemente me llamaron por teléfono después de varios días de espera y me dijeron que no había sido elegida –explicó.
Vivía sola. Estaba pensando en mudarse a un departamento más chico. Ahora daba clases de recitación y hacía trabajos de taquigrafía desde su casa. Hacía una vida muy justa y casi no salía. La gente empezaba a no reconocerla, las revistas de espectáculos ya no publicaban fotos suyas como antes, cuando inclusive salía en las portadas.
Se volvió su confidente. Una semana más tarde Torres Ríos la visitó en su departamento de Almagro. Eran las doce del mediodía y ella lo estaba esperando. A Torres Ríos le sorprendió ver, sobre una tabla de planchar, una enorme cantidad de libros apilados. Estaba todo muy desordenado. Había ropa plegada sobre una mesa y paquetes envueltos sobre una repisa.
Graciela le sirvió un té y estuvieron un largo rato conversando en medio del desorden inusual que había en la casa.
Era un clima opresivo. Las persianas bajas no dejaban entrar la luz de sol. Torres Ríos le ofreció un cigarrillo y ella aceptó fumar.
—Rara vez lo hago –dijo, mientras él la ayudaba a encender el cigarrillo con su encendedor de plata.
Graciela le habló de su familia en Entre Ríos, más precisamente en Paraná, donde era aclamada por sus recitaciones. Sonrió al recordar, pero de inmediato cortó la conversación y se quedó mirándolo fijo, como si no se decidiera a seguir.
—Fui obligada a renunciar a mis contratos en la radio, nadie lo sabe –le confesó, después de esa larga y rara pausa. Y agregó: –Estoy en la lista negra, Polo. Le dije que me sacaron de un proyecto a punto de hacerse. Se llama “La novia de la marina”, que empieza a filmarse en estos días dirigida por Benito Perojo. También en el Teatro Astros me hicieron una jugarreta. Estuve unos pocos días ensayando una obra y de repente se suspendió todo y no volvieron a llamarme. Es agobiante.
Torres Ríos había ganado mucho dinero con Pelota de trapo y estaba decidido a ayudarla.
Le conmovía ver a una mujer sola, apremiada económicamente, llena de sensibilidad, arrinconada, sin saber qué hacer.
Él tenía esos momentos de audacia y generosidad que le surgían de repente, cuando de un modo u otro la gente se acercaba a pedirle auxilio. Los actores eran una raza especial con la que se sentía cómodo, los entendía. No hacía falta que le explicaran mucho. Hablaba con muchos de ellos, eran amigos. Con las mujeres, además, sabía entender sus temas y hacer entender los suyos, de una manera fraternal. Le dijo:
—Yo me voy a hacer cargo de que usted no siga pasándola tan mal, Graciela. Deme unos días.
Graciela lo miró con lágrimas en los ojos. Intentó sonreír, pero no pudo.
Por pedido de Polo volvieron a verse a la semana siguiente. Esa vez la cita fue en la confitería “Ideal”, en la calle Suipacha.
Torres Ríos llegó ansioso, fumando por la calle mientras caminaba con su traje cruzado, zapatos bien lustrados y su sombrero verde oliva. Había venido caminando desde la oficina de la productora Terra, directo por Corrientes para cruzar a la altura del Obelisco y llegar hasta Suipacha.
La “Ideal”, como siempre, era un hervidero de gente. Iluminada a pleno de día o plena noche, el retumbar de las voces era estridente. Habían acordado encontrarse en el primer piso.
Al entrar, Torres Ríos se sacó el sombrero y caminó hasta la escalera. Llevaba en el bolsillo del saco un sobre con dinero que traía para Graciela, que no lo imaginaba. Ella lo esperaba sentada en una mesa alejada, lejos de la gente que subía y bajaba por las escaleras alfombradas. Ninguno de los dos quería ser reconocido.
Tenía puestos un par de anteojos negros, con forma de ala de mariposas, y el pelo recogido y cubierto con un pañuelo azul oscuro, casi negro. Estaba nuevamente bella, con sus rasgos refinados que parecían rejuvenecidos. Parecía diferente a la mujer del último encuentro en su departamento de Almagro.
Torres Ríos la saludó y se sentó respetuosamente frente a ella, separados por una pequeña mesa redonda de mármol. Ella, con un gesto reflejo, se sacó los anteojos. Estaba ligeramente ojerosa, pero eso la hacía más atractiva. Forzó una sonrisa. Apretó los labios mientras se daban la mano. Había algo irreconocible en su mirada. Ya no era de ninguna manera la actriz que había sido su protagonista. La delicada mujer de un suburbio gris donde los chicos habían fundado el célebre Sacachispas Fobal Clú, como alcanza a verse en las imágenes de Pelota de Trapo. Ahora sus manos se habían vuelto más delgadas y el fino anillo que llevaba en su dedo anular parecía moverse hacia adelante y hacia atrás mientras ella lo impulsaba adrede, al sentarse.
Un mozo se acercó y les tomó el pedido: tomarían solamente café. Graciela agradeció con un gesto y miró a Torres Ríos, que de inmediato, sin darle explicaciones, sacó el sobre del bolsillo interior del saco y le dijo:
—Esto es para usted, Graciela.
Ella miró, sorprendida. Torres Ríos recordó instantáneamente la escena de la película en que ella protege a los niños del malvado presta- mista que no quiere devolverles la pelota de fútbol.
Una escena que había conmovido a miles de espectadores. Le sonrió. Graciela tomó el sobre y advirtió que tenía una abultada suma de dinero.
—Es para que usted se vaya por un tiempo de Argentina –le dijo–. Sé que no va a ser fácil, es una decisión complicada, pero otras actrices ya lo han hecho.
Graciela lo miró y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No puedo aceptar esto –dijo.
—En estas circunstancias sí puede aceptarlo –respondió Polo. Graciela apoyó el sobre contra el pecho, como si fuera una alhaja:
—No sé cómo agradecérselo. No esperaba.
—Usted habla perfecto inglés. Es una actriz admirable –insistió él– Escribe, además. Cuenta cuentos preciosos. Abrase un camino nuevo. No tenga miedo. Me lo va a agradecer un día.
—Gracias –repitió ella, y agregó con una sinceridad transparente: –Fue tan bello trabajar junto a usted, Leopoldo. Y ahora este gesto. Créame que no lo esperaba ni lo pretendía. No sé si lo merezco de su parte, además.
Torres Ríos le advirtió:
—No lo comente a nadie. Queda como un secreto entre nosotros. Graciela hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Si usted viaja alguna vez hágamelo saber –dijo–. Esté donde esté quizás nos encontremos.
Torres Ríos sonrió y terminó el café. Sabía que nunca saldría de la Argentina, pasara lo que pasase. No conocería Estados Unidos, no via- jaría nunca a Europa. Tenía una negación ancestral que le impedía irse, alejarse, dejar a su familia, su mujer, su trabajo. Nunca había volado, nunca volaría en avión.
—Por supuesto –respondió, mintió piadosamente: –Se lo haré saber antes que a nadie.
Graciela guardó el sobre con el dinero en la cartera, y esa iba a ser la última imagen que le quedaría de ella. Pocas semanas más tarde se enteró de que había viajado a Estados Unidos, donde se radicó para siempre, sin dejar de ser lo que siempre había querido: actriz, cuentista, poeta.
El público fue olvidando a Graciela Lecube y su imagen desapareció de las salas de cine, de las marquesinas de los teatros y de las fotogra- fías en las revistas de la época. Pero unos escasos memoriosos, ciertos exquisitos, los críticos ilustres y algunas pocas figuras del “ambiente” no la olvidaron. Seguramente un puñado de ellos conoce toda la verdad.