Juan José Campanella inaugura el viernes 17 el teatro Politeama, sala que fundó desde sus cimientos cinco años atrás con su productora 100 Bares.
Ubicado en Paraná y Corrientes -pleno corazón del distrito teatral porteño-, abrirá sus puertas con el estreno en su cartelera de la obra La Verdad, protagonizada por Agustín Sierra, Candela Vetrano, María del Cerro y Tomás Fonzi.
“Es una comedia como la saben hacer los franceses, con mucha gracia, en una puesta juvenil, audaz”, anticipa Campanella, quien dejó de lado –por un momento- su rol como director, para emprender otra apuesta al universo del arte y el espectáculo que lo arropa desde su temprana adolescencia.
-¿Qué te entusiasmó de poder crear una sala teatral desde cero? ¿Qué nuevas motivaciones encontraste?
No puedo decir que empecé haciendo teatro, pero me gustó siempre. A los 22 años estrené una obra con Fernando Castets, en la que Eduardo Blanco era uno de los protagonistas. Después la vida me llevó para el cine: estudié, hice películas y me fue bien, independientemente de la televisión. Pero cuando terminé “Metegol”, después de tres años y medio de mucha tecnología y 300 tipos de computadoras, me dije que necesitaba algo donde solamente estuvieran los actores y el texto. Algo así como helado de limón entre las comidas. Y si había que mover algo, debía ser con una soga y mediante una polea. ¡No quería ver ni celulares!
-¿Así surgió tu primera obra comercial como director, Parque Lezama?
Sí. Y fue como un renacimiento. Encontré un mundo históricamente viejo, pero lo había abandonado hacía tanto que se había convertido en nuevo. Estar con la audiencia en forma directa y con el alma de los actores en el escenario –y no solo con la imagen- me encantó. Cuatro años después seguimos con “Qué hacemos con Walter”. Entonces decidimos con Muriel Cabeza, Camilo Antonini y Martino Zaidelis -mis socios en 100 Bares desde hace 15 años- comprar un teatro. Hasta que surgió la oportunidad de hacer uno.
-Contado así y con la sala terminada parece simple. ¿Cómo fue el proceso?
Primero le ofrecimos comprarle el Teatro Liceo a Carlos Rottemberg, pero no estaba en sus planes venderlo. Una noche, en un cumpleaños, alguien me comentó que una desarrolladora llamada Next Tower estaba edificando sobre la avenida Corrientes, pero tenían un problema: debían construir un teatro. Esto es así porque existe una ley de 1958 que obliga a quien demuele una sala a construir otra de las mismas características. Se la conoce por “Ley Politeama” por el escándalo generado cuando tiraron abajo el teatro de ese nombre, que estaba ubicado justamente allí, donde se estaba por hacer el edificio. Era una coincidencia notable. Me interesó ese comentario. Al día siguiente tuve la primera reunión con ellos. Y empezamos a pensar en el emprendimiento.
-¿Por qué un teatro y no un cine?
-La solidez del teatro es lo que más necesito en este momento de transición, donde nada es cierto, nada tiene certeza, todo cambia demasiado. Además la gente vuelve mucho más al teatro que al cine. La necesidad de juntarse y ver un espectáculo en vivo va a seguir siempre y es irremplazable.
-¿Qué referencias cinéfilas encontrás en el Politeama, en la esquina de Corrientes y Paraná?
Para mí el Politeama siempre fue un bar, no un teatro. Durante años mi combo era ir a la Lugones y al bar Politeama. Empecé a ir a la Lugones a los 17, 18 años y a estudiar cine con los 20 recién cumpliditos. Fue fundamental en el período de los 17 a los 24 años. Iba dos o tres veces por semana. Gran parte del cine clásico que conozco lo identifico con esa esquina. Allí vi “¡Qué bello es vivir!”, la película que me hizo decidirme definitivamente por el cine. Vi más películas ahí que en la suma de todos los cines juntos. Y jamás me imaginé que cerraría el círculo teniendo allí un teatro.
-¿Cómo te cae el rótulo de empresario teatral?
Todo surgió a partir de buscar un lugar propio para hacer nuestras obras. Por primera vez estoy haciendo algo con contacto físico: tiene paredes, va a quedar, se puede tocar. Una película -o una obra de teatro- es un hecho abstracto, no fungible. Cuando empezó el proyecto, hace cinco años, el lugar era un terreno baldío. Hay algo emocional muy potente: no es la restauración de un teatro sino la creación. Lo empezamos de cero. Y menos mal que salí del foco de hacer una obra (de teatro) y concentrarme en la obra (del teatro).
–En los últimos años tu nombre está vinculado al teatro y a las series. Recientemente se estrenó en plataformas Night sky, una propuesta que permitió filmar en Jujuy. ¿Estaba en el guion original o fue una iniciativa tuya?
Esa línea de la historia transcurría en Nuevo México y el resto en las afueras de Chicago. Cuando hablamos de la universalidad de la serie, planteé lo bueno que sería pensar en otra cultura, quizás en otro idioma. Los debo haber impresionado con mi maravilloso acento inglés (risas): les dije “qué pasa si lo hacemos en Argentina”. Y los entusiasmé.
Pero, aunque tenía que dirigirla yo -porque estuve a cargo de los dos primeros capítulos-, esa parte quedó para el final por temas de cuarentena. Y en el momento del rodaje estaba con otros compromisos. Por suerte para la serie, porque la dirigió Philip Martin, que filmó Jujuy con la mirada de un extranjero, fascinado por sus locaciones. Seguramente yo, al estar familiarizado, no hubiera tenido la visión del turista.
-¿Mantenés el deseo por el cine?
Por supuesto. Con Eduardo Sacheri estamos trabajando en un proyecto (que retomamos y abandonamos) que implica un desafío técnico. Es la vida de dos amigos desde los once años hasta la vejez. Estoy atento de la tecnología de rejuvenecimiento y me encantaría que por lo menos desde los 30 en adelante sean los mismos actores. Pero me gustaría hacer una película si se puede estrenar en los cines. En este momento todo está cambiando. No me lo pregunten dentro de un año, ¿eh? No me lo recuerden si me ven pasar del brazo con quien no debo pasar (Risas). Si el cine desaparece del todo y la única vía va a ser por plataforma, veremos en qué está cada uno. En este momento, me gustan las series para televisión y las películas para cine.
-¿Respetás el ritual de ver películas en las salas?
Totalmente. Aunque reconozco que cada vez hay menos películas que me interesen. Pero no hay nada como el cine: en diciembre de 2020, cuando se volvieron a abrir las salas en Estados Unidos, lo primero que hice fue ir a ver News of the world, con Tom Hanks. Es que con las plataformas la pantalla te domina a vos y no al revés. En tu casa la pantalla es un pedacito de todo lo que estás viendo, en el cine es todo.
-¿Cuáles son las ventajas de las plataformas?
La televisión retomó la temática dramática humana. En el cine, básicamente tenés que andar a 200 km. por hora o ponerte una máscara para hacer una película (Risas). Las plataformas revolucionaron la manera de ver televisión. Nosotros ya no podemos ver una ficción con cortes publicitarios, al horario que te imponían o con la mosca anunciando el próximo programa en el medio de una escena dramática. ¡O con la hora y la temperatura! El día que lo vi por primera vez -tendría 15 años- dije “¿a quién se le ocurrió poner eso en medio de la pantalla?”. Pero la contrapartida es que se pierde el hecho comunitario de ir al cine. Yo por lo menos lo extraño. Y lo reemplazo con el teatro.
-¿Qué te entusiasma del teatro como espectador?
Hay dos cosas que me siguen maravillando como el primer día, tanto en teatro como en cine o en televisión: una gran actuación y un gran decorado. Si no está bien hecho, veo cartón pintado.
Julia Montesoro