El jueves 11 tendrá su estreno comercial “Marilyn”, opera prima de Martín Rodríguez Redondo, una de las películas argentinas más inquietantes del año. Por su temática acerca de la identidad de género, infrecuente en la filmografía nacional. Y porque está basada en un caso real: un doble crimen ocurrido en 2009, en una población rural cercana a la ciudad de La Plata.
Viene de presentarse en festivales internacionales clase A (Berlín, San Sebastián) y a la vez ganar premios en el Tel Aviv International LGBT Film o en el Queer Lisboa a la mejor película.
GPS audiovisual dialogó con su director, Martín Rodríguez Redondo.
– ¿Qué llegó primero? ¿Conocer el caso Marilyn o abordar un tema que te daba vueltas?
Yo estaba desarrollando un guión de la que iba a ser mi primera película. Que aunque no tiene nada que ver, está relacionado con “Marilyn”. Era un recuerdo de mi infancia que vinculaba una situación en un campo con un hecho trágico: una muerte relacionada con mi familia. Fue el germen del primer proyecto, pero lo dejé porque no me sentía preparado para tocar ese tema.
Un dia leí la noticia de un diario que decía: “un adolescente mató a su madre y a su hermano en un campo”. Encontré ciertos temas en común: el ambiente rural opresivo, tenso, una muerte en el seno familiar, y la cuestión de la identidad de género que me parecía interesante. Era 2009: estábamos en pleno debate de la ley de matrimonio igualitario. Cuando Marcelo dijo que los había matado porque no aceptaban su homosexualidad, quise saber. En el diario se hablaba de que el chico se había sentido herido en su orgullo gay y por eso los había matado. Era una banalización muy fuerte del tema. De alguna forma venía a confirmar los estereotipos en contra del mundo LGBT: perversión, asesinato, homosexualidad. Me interesó saber qué había detrás de esa historia, cuál era el contexto. Fui a la cárcel varias veces para entrevistarlo. En ese momento era Marcelo: hizo el proceso de transición de género en la cárcel y ahora es Marilyn.
– Eso ocurrió a partir del crimen: años 2009, 2010. ¿Cómo sabías si ibas a filmar?
La primera vez que fui a la cárcel se lo dije: “quiero hacer una película sobre tu historia”. Y lo aceptó. Su abogado me facilitó el expediente. A medida que me metía en el tema noté que los jueces tenían muchos prejuicios en torno a la sexualidad. Por ejemplo, hablaban de la “vida licenciosa”. Y no era más que un adolescente que tenía relaciones sexuales con quien quería. Eran un poco más retrógrados en 2009 que ahora. En ese momento empecé a escribir un tratamiento. Recién en 2015 ganamos el premio ópera prima del INCAA. Eso nos permitió tener un porcentaje grande de la financiación: sin eso, no había película posible. También hice un recorrido por talleres de desarrollo de proyectos. Estuve en Valdivia, Chile. Y en 2013, en Oaxaca. Aquí recibí el asesoramiento de guionistas sobre la estructura, y a partir de ahí empecé a soltar un poco lo documental.
– Aunque no es un documental, hay un registro muy preciso de su vida.
Está inspirada en hechos reales, pero no es exactamente igual. Traté de llegar a las subjetividades del personaje a partir de elementos muy puntuales de su vida. Por ejemplo, accedí a un texto de diez páginas que Marcelo había escrito a mano en la cárcel, desde que nació hasta que los mató; o unos videos de un celular (con Marcelo vestido de mujer visto de la cabeza hacia abajo, del campo, de animales muertos).
– ¿Qué buscabas en el protagonista?
Desde el principio tuve claro que debía que ser un rostro anónimo. A esa edad, un actor adolescente posible podía ser un famoso de la tele. Pero no quería que se viera a un actor “interpretando a”: era una historia para un chico de campo totalmente anónimo. Quería que tuviera incorporada esa verdad. Fue una búsqueda de un año, con María Luisa Berch. Entrevistamos peones rurales de verdad y nos enfrentamos con dos dificultades insalvables. Una es que la mayoría son varones heterosexuales: animarse a vestirse de mujer y bailar en los carnavales era pasar una línea muy difícil. Otra era encontrar chicos gays en pueblos muy pequeños, donde hay muchos prejuicios y no es fácil manejar la exposición pública. Intentamos con chicas trans adolescentes, pero era una situación violenta, ya que habían pasado por ese proceso y asumido una identidad. Era como obligarlas a interpretar a un varón. En un momento abrimos la búsqueda a un espectro más amplio, de actores. Entonces apareció Walter (NR.: Walter Rodríguez).
– Su interpretación es sorprendente. ¿Cómo fue el proceso de Walter a Marilyn?
Habíamos recibido unas fotos: estaba teñido de rubio, con un poco de maquillaje. Había algo en la cara muy potente, una mezcla de delicadeza y rusticidad. Y además tenía una cicatriz. Hicimos la primera entrevista y notamos en él una verdad en el cuerpo: se movía muy libremente entre ambos géneros. Hoy tiene 20 años y dice “soy de género fluido”, pero filmó a los 17. Y ya en ese momento había en él algo muy desprejuiciado, muy libre, fundamental para el relato. Además se cosía su ropa y tenía un vínculo muy fuerte con la madre: compartían un universo interesante para el personaje. La prueba final fue en carnaval: un año antes del rodaje, fuimos a verlo bailar a su ciudad, Caseros. Lo que hizo fue increíble.
– ¿Cómo se adaptó al papel?
Trabajamos mucho en el tratamiento actoral, porque Walter es muy expresivo, y nosotros queríamos que contuviera las emociones. Fue muy difícil bajarlo de eso. Lo fuimos logrando, pero nos generaba dudas constantemente.
– ¿Por qué querías contar la historia con las emociones contenidas?
Tiene que ver un poco con la historia real. Marilyn en la cárcel es muy extrovertida, pero cuando era peón de campo y era varón, callaba y acumulaba. A la vez, vimos otros peones de campo en los castings y las entrevistas, y hay algo como de mucha ira contenida. Me gusta la tensión no verbalizada. Uno no sabe qué va a suceder. Lo importante es que todo pase por un lado subterráneo, con una violencia que va metiéndose en el cuerpo progresivamente.
En cuanto a referencias, quizás quería tomar algo de ese mundo rural de películas como “Cría cuervos”, de Saura, un director que me gusta mucho. O de “El espíritu de la colmena”, de Victor Erice. Me interesaba la aridez. Aunque no pude filmar en invierno: tuvimos que hacerlo en verano, y debimos cambiar la paleta de colores.
Además pensé en la economía de recursos: al tener poco presupuesto, hubo que resolver en poco tiempo y con pocas tomas. No hay casi nada que no sea luz natural.
– ¿Qué elegiste no contar?
Fue un proceso de mucha condensación de información. En principio no es la historia real, sino el relato subjetivo de Marilyn sobre su historia. Al estar muertos los otros dos testigos, siempre la base es su relato. Tuve que evitar cosas tales como que lloraba los 365 dias del año porque entre su madre y su hermano lo “disfrutaban”. Una película así era incontable y no creíble. Me había gustado mucho cómo Aki Kaurismäki trabaja la violencia en “La chica de la fábrica de fósforos”: son pocos hechos puntuales –tres o cuatro-, pero se da por acumulación, no hay que estar viéndolo todo el tiempo. A partir de ahí pensé en trabajar en cierta síntesis de la violencia.
También traté de resumir y contar en pocas escenas el acoso de los chicos, que le mandaban 25 mensajes por día. A la vez falta un amigo, que en el caso real se terminó yendo del pueblo y actualmente vive en Lanús. Cuando hablé con él me dijo que se fue porque no quería terminar como Marilyn. Y otro chico que -según su relato- lo había conocido chateando y lo extorsionaba, le pedía plata, y eso le generaba tensión. Pero no sumaba: ya había bastantes escenas a nivel familiar y de los dueños del campo que reflejaban ese ambiente tan hostil.
– La tensión entre el patrón y la familia de Marilyn (y ella misma) también refleja la lucha de clases.
Me interesaba contar los diferentes niveles de violencia y opresión. Siempre sentí que era la historia de una familia oprimida y violentada por los patrones por una cuestión de clases, y también por el entorno del pueblo. Y a la vez, que la madre ejerce esa misma opresión y violencia hacia su propio hijo. Como cajas chinas de distintos niveles de violencia, donde uno hasta podría preguntarse por qué se da en la dirección equivocada, si podía haber matado al violador, al patrón. Pero la violencia también surgía intrafamiliarmente.
Quería generar una reflexión sobre algo que no está en los medios: cómo se tapó la situación. El chico que se fue a vivir a Lanús declaró que estos chicos lo volvían loco, pero que eso no había salido a la luz: eran de una familia renombrada del lugar. A la vez no quería ser burdo y jugar con la dicotomía patrón malo-peón inocente y bueno. Traté de manejarlo de una forma sutil: el patrón es rígido y firme, y ejerce un rol negativo, pero no es “el malo”.
– Gay y pobre, la peor de las combinaciones.
Obviamente. Las condiciones de vida de una persona gay no es lo mismo en Palermo que en medio del campo. Y sobre todo por querer ser trans, que dentro del colectivo LGBT se considera el grupo más humillado y ninguneado. Entrevisté a varias chicas trans y siempre encontré una historia de mucho dolor y desarraigo, prque su familia no las aceptó. Y aunque hoy haya un poquitito mas, tampoco tienen reales oportunidades laborales.
Igual, el personaje del hijo del patrón habla de cierta hipocresía que pasa mucho en los pueblos: son heterosexuales pero tienen relaciones clandestinas con gays, y no se autodefinen como gays y a la vez ejercen la violencia con estos chicos de la misma manera que la ejerce el patrón con sus peones. Eso es violencia de clase: donde los cuerpos están sometidos de disitntas formas.
– ¿Por qué te interesaste por el ambiente rural?
De chico iba mucho al campo. Mi padre, a quien le gustaba mucho cazar, iba al campo de un amigo. Desde mis 4 a mis 12 años fuimos dos veces por año. Mi corto “Las liebres” tiene que ver con el recuerdo de la primera vez que salí a cazar liebres con él: yo tenía 5 años y fue un hecho traumático. Mi visión personal sobre el campo quedó asociada con cierta cuestión opresiva, violenta, dura.
Aunque no recuerdo haber compartido tiempo con trabajadores verdaderos, en el proceso de escritura del guión los entrevisté, vi cómo trabajaban, quise captar algo de esa sutileza. Como no vengo del campo, no quise caer en un estereotipo. Sobre todo el del acento, medio gauchesco, que pertenece a otra época del cine. Quería anularlo absolutamente. Como el vestuario: hoy uno ve chicos a caballo con las Nike, no con botas.
– ¿Creíste en algún momento que visibilizar el tema puede ayudar a mejorar la situación de Marilyn?
Ojalá. Soy un poco escéptico sobre cuál puede ser la influencia de una película pequeña. Si fuera protagonizada por Darín, la repercusión sería otra (sonríe). Leyendo las actas del juicio, entendí la injusticia de darle cadena perpetua por homicidio agravado por el vínculo. No se consideró un atenuante que la violencia venía por parte de su familia: al contrario. Hubo mucho prejuicio en cuanto a la orientación sexual. Y no fue probado ese infierno que él relataba porque no había testigos de esa violencia. Todo sucedió puertas adentro. Algo llamativo es que nunca le contó nada a nadie: ni a sus amigas, ni a su novio. Sí dejó -y se presentó como prueba de juicio- una carta de despedida que escribió una semana antes del hecho, hablando de suicidarse. Que es lo que habitualmente pasa. Es una víctima por bullying y termina suicidándose. Me parecía interesante la complejidad del caso: una víctima que termina en victimario.
– “Marilyn” tuvo muy buena aceptación en festivales internacionales. ¿Qué devolución tenés de la gente?
Me sorprendió cierta universalidad en los distintos países. Siempre trato de invitar a alguna chica trans a la función. En Estados Unidos invité a una chica trans negra: salió muy conmovida y me dijo “sentí que era mi infancia”. En Berlín, una señora de unos 60 años, lesbiana, que había crecido en el campo, me dijo “me remitió a cómo me trataban mis padres, cómo sentí una cuestión opresiva con el campo”. En Israel y en España hubo chicos que se me acercaron. En Latinoamérica, esa cercanía es más evidente. Las chicas trans, obviamente, me dicen “yo no me siento identificada con el final, pero entiendo y me siento representada con el tipo de vida”.
Pero también me sorprendió el rechazo de cierto sector LGBT. En el Outfest de Los Angeles argumentaron que tenían miedo del efecto que podía generar en las personas trans en Estados Unidos. Como si fuera una apología de “salgamos a matar a nuestras familias si no nos aceptan”. Hay cierto sector conservador, y un mundo LGBT que espera ver otro tipo de películas, con historias más románticas, light, amigables. En ese sentido, soy conciente de que hice una película incómoda. Porque me interesa el cine que incomoda, no el complaciente. Que haya cierta provocación, que te deje en shock.
Norberto Chab