El escritor, director de cine, productor y gestor cultural Javier Torre relanzó su segunda novela, La luz de un fósforo, con inevitables referencias a su estirpe cinéfila. Publicada por Editorial Corregidor, a pocos días de su lanzamiento se editó la segunda edición.
La luz de un fósforo narra un historia, o historias, donde personajes fascinantes del pasado de nuestro cine se entrecruzan con ritmo audaz, caleidoscópico, y donde la realidad y la fantasía alternan para dar vida a un mundo perdido, pero nunca olvidado.
Entre esas historias está la evocación novelada del rodaje de Edad difícil (1956), protagonizada por Bárbara Mujica y Oscar Rovito, uno de los últimos títulos de Leopoldo Torres Ríos, fallecido en 1960.
«Lautaro Murúa interpreta en Edad difícil a un profesor de piano que ama a una alumna jovencísima. La alumna, Bárbara Mujica, es un ser muy puro, venido a este mundo para transmitir belleza, creatividad, encanto. Pocas veces se había visto en el cine argentino una actriz tan intensa, con esa entrega extraordinaria a un personaje.
La escena transcurre en una sala, frente al piano. El maestro está de pie junto a la alumna. En ese momento, cuando Torres Ríos se apresta a darle la orden de cámara a su operador (Oscar Melli, inolvidable), siente una puntada que le atraviesa la espalda y le provoca un mareo que lo obliga a aferrarse a su silla de director. Está por caerse.
Sin dejar el guion impreso que lleva entre las manos, pide permiso y sale del decorado.
Cruza el estudio y va hasta el baño. Cierra la puerta, la traba con el pasador y entonces, sin poder reprimir un ataque de tos, se apoya en el borde del inodoro y siente pánico porque escupe sangre.
Son las dos de la tarde. Siente un escalofrío que le atraviesa el cuerpo. Instintivamente abre una canilla y se moja la cara para recomponerse. No puede decirle a nadie lo que acaba de pasar. Se lava la cara, se seca con una toalla gastada y sale buscando aire.
Con las manos todavía húmedas comete entonces otra locura. Desde lejos ve a sus actores y su equipo esperándolo bajo el reflejo de los faroles, que siguen encendidos. Él, en cambio, está en la oscuridad. Mete la mano, instintivamente, en el bolsillo interior del saco y saca el atado de cigarrillos. Con el pulso tembloroso, con los dedos mojados por el agua del lavatorio, todavía con gusto a sangre dentro de la boca, enciende uno.
De pie, cerca de unos bastidores amontonados, semi escondido, como si fuera un ladrón, da varias pitadas. Sabe que lo están esperando para filmar la escena en que Murúa da un paso, mira a su alumna con una ternura especial y le indica que comience a tocar un Nocturno de Chopin.
Torres Ríos apaga el cigarrillo. Camina por la penumbra hacia el plateau. Están esperándolo.
Ve algún rostro de preocupación. Mira a Bárbara Mujica, a Murúa, que le sonríen. Todos quieren que filme.
—Filmemos –le dice entonces a Melli, sentándose en su vieja silla de director, que le parece más frágil que nunca.
—Cuando Usted lo indique, Polo. Estamos listos –responde el cameraman. De inmediato se encienden dos faroles adicionales, de contraluz, que tamizan los rostros de los actores y crean un clima intimista. Todo el estudio se sumerge en un silencio respetuoso. Hay un efecto de luces y de sombras que hace ilusionar con un mundo soñado.
Lautaro Murúa se toma unos segundos de concentración y Bárbara levanta delicadamente el mentón y se acomoda frente al piano con un encanto único, delicioso. Lautaro aprieta los labios de un modo muy particular, algo que podría confundirse con una sonrisa, pero no lo es. Es un rasgo distintivo, sencillamente, de su genialidad, y avanza hacia Bárbara, rodea el piano mientras ella toca el fragmento de Chopin. Se detiene y permanece a sus espaldas escuchando la interpretación.
—¡Corte! –dice entonces Torres Ríos, inclinando su cuerpo hacia adelante. Los actores lo miran buscando su aprobación, que no va a negarles porque son admirables.
De inmediato se pone de pie. Siente, arrebatadamente, que está por tener otro ataque de tos.
Entonces, con un gesto como para que estén todos tranquilos, se aleja nuevamente y se refugia lejos del decorado, en un sector cercano a los camarines.
Un estudio de cine es una ciudad en las sombras, con senderos ocultos, espacios gigantes y recovecos inesperados, donde se depositan bastidores, planchas de madera, escaleras, maniquíes, muebles en desuso y hasta carros. Torres Ríos no quiere que nadie lo escuche toser. Se resguarda al final de un pasillo. Hay un gran espejo, donde de pronto se ve con los pómulos muy marcados y los labios tensos, con una mueca de dolor. Se tapa la boca con el antebrazo y empieza a toser hasta casi aho- garse, hasta quedar exhausto. Cuando logra contenerse se apoya contra la pared y pone las manos sobre los muslos, con la cabeza inclinada. En seguida escucha unos pasos que se acercan y reconoce a su asistente, que viene para ayudarlo.
—Un momento, ya voy –alcanza a decirle.
—¿Lo ayudo? –pregunta el joven.
—Ya voy, voy en seguida –dice el, pasándose la palma de la mano por la frente, que está helada.
Su asistente lo mira con pánico. Torres Ríos lo tranquiliza:
—Vaya para allá, que nadie se alarme. Estoy bien –le miente.
Espera unos instantes, se compone. Está agitado, muy tenso, pero aun así emprende camino hacia el set nuevamente. Las luces siguen encendidas y los actores esperan sentados en un borde del decorado. Cuando lo ven acercarse se ponen automáticamente de pie y regresan a sus posiciones, Bárbara frente al piano y Murúa a sus espaldas. El silencio es abismal. Murúa mira un instante a Torres Ríos y disimula su preocupación.
—¿Seguimos? –pregunta Torres Ríos en voz alta.
—Si, señor –se escucha la voz de Bárbara y después de ella de los diferentes técnicos que se atreven a hablar.
—Repasamos un ensayo y filmamos de inmediato –dice él–. El joven asistente se aferra a su libreto y se acerca hasta detrás de la cámara. Los operadores, silenciosos, esperan la orden.
La cámara, una Mitchell 35, inmensa, portentosa, está lista.
Torres Ríos se sienta. Respira con dificultad. Un sudor frio le corre por la cara. Como no puede ser de otra manera, enciende un nuevo cigarrillo antes de la toma. Debe estar atento a que el humo no avance hacia el plano encuadrado, y por eso gira la cabeza y echa el humo hacia atrás. Quiere terminar de filmar esa escena e irse a su casa. Ahora hay un silencio absoluto en el estudio, como si el mundo se hubiera detenido.«