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Todo el cine y la producción audiovisual argentina en un solo sitio

DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Sergi López coprotagoniza «El viento que arrasa», de Paula Hernández: «A través del lenguaje, los vulnerables pueden ser víctimas de la manipulación»

El español Sergi López es uno de los protagonistas de El viento que arrasa, la road movie dramática de Paula Hernández que se estrena el jueves 21 que trata sobre los vínculos familiares y al mismo tiempo, abre puertas a otros mundos como el ámbito rural y el religioso.

El viento que arrasa es una producción de Rizoma de Argentina y Cimarrón y Cinevinay de Uruguay basada en una novela homónima de Selva Almada y adaptada por Paula Hernández y Leonel D’Agostino, en el que participan cuatro personajes centrales: además de López intervienen el chileno Alfredo Castro, Almudena González y Joaquín Acebo.

-¿Qué encontraste en ese Gringo, solitario y hosco, que resonó en vos para que te entusiasmara venir a filmar a Argentina y Uruguay?

Venir a filmar a Argentina y Uruguay es una idea que a mí me interesa. Lo encuentro más bien un buen plan, un planazo. Pero además, en esta ocasión fue una cosa poco épica, poco exuberante. Más bien fue bastante sencillo. Paula Hernández -la directora de la película, y también quien había traducido la versión de la novela de Selva Almada en un guion cinematográfico-, me mandó el guion. Me había comunicado que ella había visto películas en las que yo había participado en Francia y España y me transmitió lo encantada que estaría de poder trabajar conmigo. Fue bastante sencillo: me leí el guion y ¡el guion es brutal! Es impresionante. No solo mi personaje, el Gringo -este personaje con tan pocas palabras, pero tan esponja humana, capaz de absorber todo- sino la historia desgarradora y profunda que habla de cómo a través del lenguaje y la manipulación los vulnerables pueden ser fácilmente víctimas de discursos radicales y populistas. Una idea muy de actualidad, por desgracia. Y en Argentina, de manera muy subrayada. Pero fue un gustazo acercarme a Argentina. Y de paso intentar quitarme un poco el acento catalán (risas).

-¡Sí! Hay un trabajo con los acentos muy bien logrados, tanto tuyo como de Alfredo Castro. ¿Cómo lo trabajaste?

Lo estuvimos trabajando con una fonoaudióloga. La historia tiene algo de fábula, no es trascendente si transcurre en 1992, 1993, 1974 ó 2023, es atemporal. Pero sí importa la idea de que transcurre en un lugar cerca de la frontera –tal vez el norte de Argentina-, donde existen estos personajes que van y vienen. Precisamente se llama Gringo porque su acento seguramente delata que no nació en Argentina. Lo trabajamos mucho con Alfredo, él con su acento chileno y el mío catalán. Intentamos borrar las pistas para crear este universo posible.

-¿Qué relación tiene el universo rural que describe El viento que arrasa con tus propias vivencias?

Pues tiene bastante que ver. En el fondo no sé si tengo un complejo: vivo en una ciudad pequeña, pero tengo la sensación de que es un pueblo grande. Está a 50 km de Barcelona, pero aunque Barcelona al lado de Buenos Aires es pequeñísima, para mí es como la gran urbe. Entonces para mí, lo rural, el polvo… es algo cercano.

Cuando era más pequeño, con mi hermano y mis amigos íbamos a jugar por el barrio, allí donde todavía vive mi madre. Todavía no estaba construido: era el campo y estaba lleno de coches robinados, tirados por ahí. Había ruedas y trozos de hierro y nosotros teníamos alguna que otra cicatriz de caernos por ahí. O sea, convivíamos con el óxido, el hierro, el polvo, en un lugar donde parece que nunca va a pasar nada y donde el tiempo se ha parado. De alguna manera, tengo la impresión de que la historia habla de cuando era pequeño, de cuando ni se me ocurría imaginar irme a estudiar a Francia, que podía hacer cine y teatro. El universo se terminaba donde terminaba el barrio. Algo de mí hay en eso.

-La historia se introduce en el mundo de la religión evangélica y en la aparición de los pastores mesiánicos. ¿Qué correlato le encontrás con la coyuntura social y política?

Hablamos bastante de esto con Alfredo: es una persona muy política y yo también. Me horroriza esta frase que tanto se oye de no mezclar política con cultura. ¡Claro que sí! La cultura es política, ¡todo es política! Lo que leemos, lo que decimos, los mensajes que transportamos: eso es la política.

Aquí hay un señor con unas creencias que utiliza el don de la palabra para convencer a alguien, porque la fe es incontestable: cuando alguien tiene fe no le puedes rebatir nada. La creencia es un arma muy poderosa que se utiliza para dominar. Esto habla de lo vulnerables que somos todos a los discursos y a ideas que pueden rayar con la extrema derecha, con una idea del ser humano muy desoladora.

-Se trata de un salvador que viene a solucionar cuestiones aparentemente más terrenales a través de la fe.

Y que además entiendes que va a pescar en río revuelto, porque todo el mundo tiene sus razones. Por ejemplo, mi personaje quiere defender a su hijo, no quiere que se lo roben. Pero también se da cuenta de que su hijo tiene una pulsión legítima de ver mundo, de irse de allí, salirse de ese garaje polvoriento e imaginar que otro mundo es posible.

Y el reverendo tiene sus razones que nos cuenta con muchas palabras. Y también Leni, que está a la sombra de un padre, tiene una personalidad muy aplastante y necesita crecer y existir por si por sí misma. O sea, todo el mundo tiene razón. Eso es lo que pasa muchas veces con el ser humano (Risas). Yo pienso que unas razones son más legítimas que otras y otras son deliberadamente manipuladoras.

-Como en El viento que arrasa, también participaste en La inocencia, la ópera prima de Lucía Alemany y El viaje de Marta, de Neus Ballús, donde te dirigieron mujeres y te eligieron para hacer de padre. ¿Hay algo de tu paternidad real que ponés en juego en los papeles que te asignan?

No concientemente. Pero nosotros, los actores y actrices, cuando actuamos, con el solo hecho de algo tan poco espiritual como poner el cuerpo también nos remueve el alma. Y aunque no lo quieras, acaban resonando cosas que están dentro de ti y acabas retratado.

La voluntad no es esa sino intentar seguir las inspiraciones que nos da, en este caso, Paula Hernández o las directoras. Seguimos su visión y estamos a su servicio. Pero es verdad que nosotros ponemos en movimiento cosas que nos atraviesan por dentro. Aún sin ser conciente, la paternidad influye en mí. No sé si el hecho de que tengo dos hijos, el padre que yo tuve, los padres que conozco, mis amigos que son padres: la paternidad influye de diversas maneras. Ya sea para reconocerla y ayudarme a desenvolver al Gringo o por oposición, porque no tiene nada que ver.

En la paternidad acabas educando más con tus actos que con tus palabras: no es lo que dices sino lo que haces. Pienso que por eso el personaje de Leni, a pesar de las bonitas palabras del Reverendo, se da cuenta de la capacidad de manipulación que tiene.

-El Gringo funciona como la antítesis de ese reverendo, porque aunque es rudimentario, hosco y hasta por momentos hostil, pero tiene mayor sensibilidad con lo que le está pasando a su hijo adolescente.

Sí. Es muy curioso cómo está escrito este personaje. Parece menos preparado o culto, con menos herramientas para el diálogo. Pero aun siendo más tosco y polvoriento, lleno de grasa, acaba siendo también más cariñoso. Siendo una especie de animal –algo así como un jabalí humano- tiene algo de buena persona que lo trasciende. Es un señor con pocas herramientas, con poca cultura, pero acaba teniendo la intuición de que tú no puedes retener a la gente por amor. No puedes retenerla en contra de su pulsión vital y menos a un adolescente que quiere volar y crecer. No sé si el Reverendo dejaría ir a su hija de la misma manera.

-¿Cuánto de intuitivo y cuánto de racional hay en la elección de los personajes que te ofrecen?

Es sobre todo intuitivo, porque desde que empecé hacer cine -y hasta ahora-, tengo el complejo de no ser muy cinéfilo. Es decir, soy más cinéfilo que mis amigos de mi pueblo, pero porque he trabajado en cine y allí conocí gente. En un rodaje conozco a los de arte, los eléctricos, al que lleva la camioneta, ¡todos son muy cinéfilos! A fuerza de trabajar con esa gente he oído hablar mucho de cine y entonces acabo siendo un poco más que mi entorno.

Pero el hecho de no serlo, al menos cuando empecé a hacer cine, no me permitía pensar en un director determinado o en un estilo de cine. De lo único que me podía agarrar, como le pasa a todos los que consumimos cultura en cualquiera de sus formas -también a los lectores o los oyentes de radio-, es a que hay algo que no sabes por qué te entra pero que te gusta.

Me ha costado mucho escoger proyectos en función solo de mi personaje. Si éste está muy bien pero la historia, el mensaje o lo que hay detrás, no me cierra o políticamente no puedo sostenerlo, no me interesa mucho. En cambio, hacer un personaje que pueda un poco mediocre, o que pase desapercibido, pero en una historia que pretenda cambiar el mundo o que te transporte algo potente, ¡no lo puedo evitar! Es como que me sale la intuición que tengo. Fue así cuando leí El viento que arrasa. Y, sí: haría al Gringo como haría al Reverendo, si me lo hubieran pedido. ¡O a Leni! Haría cualquier cosa. Me da igual (Risas).

El viento que arrasa transitó distintos festivales como Toronto o San Sebastián. ¿Qué nuevos significados le encontraste a lo largo de estas proyecciones?

¡Hostias! Me pasa mucho cuando veo las películas: la primera vez solo percibo el rodaje. “Aquí han cortado este trozo”. “Aquello que rodamos así se ve de esta manera”. Es imposible sentirme espectador. Después, me sorprendí mucho con la luz y el cuadro, cómo está contada a través de los colores. Yo ya había visto algo de rojo en medio del campo, proyectado sobre los árboles. Pero no sabía cómo se vería. También es cierto que participo en el núcleo central del medio y que no había visto el principio ni el final. Lo que más me sorprendió fue el lenguaje cinematográfico, que es arriesgado. Encuentro que va lejos, porque hay rojos, verdes y colores que son muy poco realistas, saturados y sin embargo, está bien. Lo diabólico va entrando en la vida de los personajes de una manera muy sutil y con mucha belleza. No es que se trate de una película de cartas postales bonitas, pero me encontré con una cierta belleza sangrante.

Julia Montesoro

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