Pedro Speroni estrenó Los Bilbao, su segundo documental carcelario (el primero fue Rancho, presentado en 2022). Es el retrato de una familia fragmentada en la que el varón regresa al hogar después de cumplir una condena de cinco años en una prisión de máxima seguridad.
Los Bilbao se presenta los viernes de febrero en el Malba a las 20 hs. Desde el jueves 15 se exhibirá en la sala Leopoldo Lugones junto con Rancho. A partir del jueves 22 se presentará en el cine Gaumont.
-¿Cómo surgió el proceso creativo de Los Bilbao y hasta qué punto interactúa deliberadamente con tu primer largometraje, Rancho?
A Iván (Bilbao, protagonista de Los Bilbao) lo conocí en mi película anterior. Con él había convivido dos años en la cárcel durante el proceso del rodaje. Él fue uno de los líderes y quien me recibió. Pegamos la mejor onda. Curiosamente, él quedó en libertad justo el último día de rodaje. Entonces aproveché que se iba para seguirlo con la cámara.
Perdimos el contacto hasta que un día en que estaba editando el material, me avisan que se contactó con un guardia para mandarme a través suyo su domicilio. Entonces fui a visitarlo: lo volví a ver en su pueblo, donde generamos una intimidad más grande con él y su familia. Un día le llevé la idea: quería hacer una película sobre su vida. Me dijo que sí y arrancamos.
-¿Cuál fue el eje argumental de la historia? No casualmente se llama Los Bilbao, que resuena como una historia familiar.
Al principio iba a ser sobre la vida de Iván. Pero a medida que fuimos filmando con la familia también me hice muy amigo de su mujer. Dejó de ser “la película de Iván” para ser también de Yamila y Luz, que es la hija de ambos.
-¿Cuánto de lo que habías pautado se cumplió y cuánto se reformuló?
Todo fue nuevo. Tanto Rancho como Los Bilbao son películas similares. Empezando porque no es mi mundo. Pero no quería entrar allí con ideas preestablecidas. Por eso fui descubriendo la historia en el rodaje, asombrándome y dejándome acompañar por Iván.
Sabía o intuía que la línea de la película podía ser el embarazo de Yamila y el nacimiento de la hija. Ese podía ser como una especie de final. Pero también que el corazón de la película estaba en Iván. Mi intención era descubrir sus heridas y su pasado.
-¿Qué descubriste de él que se perciba en la película?
Que detrás de un tipo tan rudo hay una sensibilidad gigante. Hubo un momento que me remarcó. Fue cuando estaba filmando en la cárcel y él se agarró a piñas con otro preso. Yo quedé en el medio de esta pelea. Iván me vio, me agarró, me llevó a la celda para protegerme y volvió a pelear. Me conmovió muchísimo que en ese momento se acuerde de mí, con lo que implica una pelea en un pabellón de máxima seguridad de una cárcel que es un desastre. Cuando empecé a pensar en Los Bilbao quise rescatar lo que había atrás de Iván.
-En Rancho lograste compartir la intimidad carcelaria que se refleja en esa relación con Iván. ¿Cómo lo lograste?
Antes había hecho un cortometraje sobre las mujeres de los presos, que por suerte funcionó muy bien. Eso me dio el coraje y las ganas de entrar a una cárcel. Tuve la suerte de que esa película la vio un juez en el Bafici y le encantó. Tomé contacto con él, quien me presentó al director de la cárcel de Dolores. Nos hicimos amigos y empecé a entrar todos los días. De hecho, me quedé a vivir allí: me dieron un cuartito y podía entrar al pabellón. Me iba a dormir y lo único que esperaba era que sea el otro día para volver a encontrar a los muchachos. Me bañaba con ellos, comía con ellos, me tiraba a ver tele. Me sentía como un tocado por la varita mágica. Tuve esa posibilidad de compartir y descubrir un pabellón de máxima seguridad. Por cierto, tenía otra idea de lo que es. Hasta que vi que me brindaban su confianza. Esa experiencia fue muy conmovedora.
-Las películas fueron como una experiencia bisagra, ya que conociste un mundo nuevo. ¿Seguís en contacto con ese mundo?
Sí, absolutamente. Esa experiencia me cambió la vida, más allá de las películas, por los vínculos que generé con ellos. A Iván lo sigo viendo y también a los de Rancho. Cuando Rancho se estrenó en el Malba –estuvo en cartelera seis meses-, el Viejo Artaza, quien estuvo preso 35 años, quedó en libertad justo en ese momento. Es de Mar del Plata, pero fue todos los domingos a ver la película.
Tiempo después me invitaron a España a presentar la película. El hijo de Artaza, que vive allí y a su padre prácticamente no lo conoce, vino al cine y lo conoció a través de la película. No puedo estar más que agradecido con las experiencias y la confianza que ellos me dieron.
-¿Cómo fue la experiencia de trabajar justamente con no profesionales, no actores?
En los tres documentales que hice –los dos anteriores y el que estoy haciendo actualmente-, creo que la clave es generar un vínculo honesto con la otra persona, en el que realmente haya confianza y ganas de generar ese vínculo. Yo confío mucho en eso. A partir de allí, la película sale sola.
-¿En este nuevo proyecto también está presente la temática carcelaria?
Sí. Digo que es el último documental -aunque nunca es el último-, sobre la vida de las mujeres presas. Tengo ganas de hacer como una especie de trilogía, aunque no quiero llamarlo así para que no sea tan pretencioso y darles voz a las mujeres. Allí también aparece Yamila.
-¿En qué estado se encuentra?
Hace tres años que estoy visitando una cárcel de mujeres. Tuve la suerte de pegar muy buena onda: que me reciban en el pabellón, de que inviten a sus cumpleaños. Es una experiencia increíble siendo varón porque no es fácil, ni para mí ni para ellas. Aun así, nos hicimos amigos. Ellas vieron Rancho y les gustó muchísimo. Eso también me pone muy contento, porque yo no soy de ese mundo, filmé un retrato de lo que veo y gente que estuvo presa se emociona.
El Servicio Penitenciario confió en mí, pero no conseguí los permisos para filmar dentro de la cárcel. Entonces le propuse armar una película sobre su vida a Tali, una de las chicas de las que me hice muy amigo, que cayó cuando tenía 18 años y estuvo 8 ó 9 presa y quedó en libertad hace seis meses. Y me dijo que sí.
Lo único que pude filmar fue su libertad, como la de Bilbao. Es mucho más conmovedora porque con las chicas se crea otro vínculo: no hay miedo a los roces como tenemos los hombres. Ella se iba caminando, después de ocho años de cárcel, a su casa. Caminamos cinco horas con ella, mientras iba procesando su libertad. Lo mejor fue que llegó a su casa por sorpresa: ¡no sabían que quedaba en libertad!
Registramos todo y fue sumamente conmovedor.
-Decís que es el final de una trilogía pero a la vez dejás abierta la puerta a que no será el último documental. ¿Tenés pensado seguir en esa línea?
No. Estoy terminando de escribir una ficción. Ese va a ser mi próximo proyecto. Por lo menos para cambiar un poco de tema (Risas).
Julia Montesoro