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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Yaela Gottlieb presentó «No hay regreso a casa» en el Doc Buenos Aires: «No es una película sobre la identidad sino sobre los vínculos»

No hay regreso a casa es la ópera prima de Yaela Gottlieb. Presentado en el 22º Doc Buenos Aires, que concluyó el domingo 28, se trata de un documental donde se indaga en sus raíces familiares de la realizadora, a partir de un diálogo con su padre que los lleva de Israel a Rumania y de Lima a Buenos Aires. Se prevé su estreno comercial en septiembre en el Centro Cultural San Martín.

-No hay regreso a casa viene de ganar el Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín. ¿Cómo fue el salto para llegar al Doc Buenos Aires? ¿Qué vieron los programadores en la película?

Fue un encuentro muy loco, porque tuvo el estreno internacional en Punto de Vista, el Festival de Cine Documental de Navarra, en el que Roger Koza era jurado y pudo verla en sala. Yo se la había mandado, pero no la había visto. Al salir de la proyección, yo estaba con el programador que había elegido la película. Al salir Roger, me preguntó si se había exhibido en Buenos Aires. Le respondí que no. “Bueno, listo, vamos a Cosquín y al Doc Buenos Aires”, me respondió. Me dio una gran alegría.

-Una de las primeras frases reveladoras de No hay regreso a casa es la que define a tu padre como alguien nacido antes que la creación del Estado de Israel. ¿Estabas marcando el terreno para abordar el tema de la identidad judía, para plantear las disidencias generacionales o para plantear el conflicto del desarraigo? ¿O eso junto o nada de eso?

La película se fue haciendo a partir de impulsos y otras obsesiones y motivaciones. Así fuimos construyendo la narración y el relato. Es principalmente una película de montaje.

A mí me llamaba la atención que alguien que nació y vivió diecisiete años en Rumania, luego migró a Israel y pasó allí cuatro años y más tarde pasó en Perú el resto de su vida -o sea, 60 años-, que habla castellano, no se acuerda el rumano y nunca aprendió del todo a hablar hebreo, se sienta más israelí que cualquier cosa. Habiendo pasado tanto tiempo en Perú y con hijas peruanas, además. Para mí, que no crecí en un entorno judío ni fui educada así me llamaba la atención de dónde traía ese sentido de pertenencia.

Yo tenía muchas anotaciones e ideas previas, pero cuando decimos estructurar la película a partir de los cuadernos, advertimos esa frase con el montajista y nos pareció una frase potente en relación a lo que queríamos contar.

No hay regreso a casa indaga tu origen a través de un rompecabezas en el que aparece imágenes de archivos caseros, conversaciones virtuales y presenciales, diarios íntimos, google maps, dibujos. ¿Cómo desarrollaste el proceso creativo, tanto en lo narrativo como en lo estético?

Ante la limitación de viajar para filmar como hubiésemos querido, aparecieron estos otros dispositivos. Quizás con la pandemia se expandieron, pero cuando se estaba grabando la película no eran habituales. Fui acumulando este material. Y allí vi algo plástico que me interesaba para trabajarlo como un dispositivo en donde podían convivir distintas temporalidades y espacios. Ese espacio que yo manipulaba, donde convivían distintos países, territorios, lenguas, es el gran dispositivo que nos sirvió para estructurar la película. Estuvo bueno porque la película no tuvo una premisa sobre tal cosa, sino que fui grabando. Es muy esquizofrénica y no tiene de dónde agarrarse: fue reaccionando a partir de elementos de la realidad y sumando de la ficción. Cuando me quedé sin trabajo le propuse a mi equipo de producción dejar de viajar y elles me propusieron introducirlo en la película. También fue difícil en su construcción formal: había planos muy largos de Robert hablando y era imposible cortarlos. Allí apareció la invención de meter otros dispositivos, otros espacios, para que no sea solamente un retrato de una persona sin cortar. Además tuve que vencer la resistencia a no querer salir en cámara.

-La película deja traslucir que sabés mucho más de tu padre después de filmarlo que antes de comenzar. ¿Conocías de él esa veta histriónica, ese don de buen narrador?

Nooo. Para nada. Ese fue el primer hallazgo: descubrir el personaje. Incluso cada vez que viajaba a Lima se veía una luz que impactaba en su rostro y cuando le proponía grabarlo no le gustaba, se cansaba. Pero cuando empecé a preguntarle sobre Israel con la cámara, el cambio fue impresionante. En casa no se hablaba de judaísmo y yo no tenía intenciones de acercarme a ese mundo. Pero después de mi viaje, le hice preguntas y él empezó a hablar hasta hoy (Risas). No lo sigo filmando porque quedé agotada, pero sigue hablando. El siempre fue carismático y gracioso, pero a partir de filmarlo encontré que cuando hablaba de ciertos temas pasaba de la ternura a la dureza en la misma secuencia y eso era interesante para filmar.

-¿Había película si tu padre no hubiera sido un buen personaje, un personaje filmable?

No (Risas). Siempre tuve mucho miedo de hacer algo sobre la identidad, en primera persona. Me gusta el género, vi muchas películas, pero encontraba muchas similitudes y riesgos, como centrarse en uno mismo, no salir hacia lo general. Encontré este personaje y fue lindo compartir tiempo con él a partir de la película. Es tan simple como eso y que hasta hoy esté contento por haberme ayudado. No sé si me veo sola filmándome y preguntándome estas cosas.

-Tu padre, a través de distintas formas –conversaciones, imperativos o hasta el pedido hacer un cuestionario para ser respondido por escrito- procura fortalecer tu identidad judía. Para hacerte una pregunta muy característica de la Argentina: ¿qué sentís que sos, judía, peruana o argentina?

Es algo que me pregunté y que atraviesa cualquier migrante, cualquier persona que se desplaza. ¿Qué soy? Por más que mi migración haya sido más flexible y privilegiada que la de mi padre, aun así me atraviesa. Este proyecto se enmarca en algo más grande (un cortometraje previo y otro posterior) que trata sobre ficciones fronterizas. No me gusta pensarme en relación a una nación sino a los vínculos afectivos. Me siento más cómoda hablando de vínculos. No me siento judía, aunque para el estado lo sea y para los ortodoxos no. No lo tenía claro: por momentos me sentía, por momentos no. Hay algo de mandato familiar que se traspola: tienes que ser abogada, tienes que ser algo que no sé si lo soy. Lo interesante es desprenderse de esos mandatos. Hay algo más rico en la mutación, en pensarse múltiple, más que en una categoría cerrada que es la que quería imponer mi padre.

-¿Qué película viste terminada y en pantalla grande?

Todo el proceso creativo con Miguel de Zuviría fue difícil pero muy lindo y divertido. Inventamos muchas escenas locas y quedé bastante triste cuando se terminó. En ese proceso no reparé tanto en la proyección hacia el afuera. Cuando la vi sentí que era importante terminarla. En el momento del rodaje vivía ese gap. Hay escenas que filmé a los 25 y no sé si haría la misma película.

-Después de No hay regreso a casa, ¿en qué se transformó ahondar en tu origen?

Me gustaría explorar hacia otra cosa, algo más pensado desde la puesta, con otros elementos narrativos. En ese momento estaba motivada más por el deseo de hacerla. No sé si es una búsqueda del origen en sí, pero sí algo de estas cosas que me obsesionaban, como por que te sientes israelí si estuviste cuatro años, qué es lo que hace a esa pertenencia. No sé si quiero que se me identifique como alguien que busque sus orígenes, por más que sea cierto. Es un rasgo común de las personas que venimos de diferentes lados, pero creo que es bueno soltar eso y también concebirse como una mutación: un día podés ser una cosa y al otro día, otra. Me resuena mucho una frase de Lucrecia Martel que decía que la identidad es una cárcel. Te delimita. Por ahí hay algo más rico en salirse. Después de hacer esta película me gusta pensarme más como algo que va cambiando.

Julia Montesoro

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