Leonardo Sbaraglia estrena el 9 de enero el unipersonal teatral Los días perfectos, basado en la novela de Jacobo Bergareche, adaptada y dirigida por Daniel Veronese en la sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes.
Los días perfectos es una historia sobre el amor y el desamor a partir de la lectura de originales de cartas que William Faulkner le había enviado a su amante Meta Carpenter, que Sbaraglia presentó en Madrid en octubre último.
En estos días, además, se anunció el estreno de Amarga Navidad, la nueva película de Pedro Almodóvar en la que Sbaraglia es coprotagonista, para el 20 de marzo. Y por si fuera poco, ganó el Martín Fierro al Mejor Actor de Series por su interpretación de Carlos Menem en la serie Menem, dirigida por Ariel Winograd.

-Finalmente, tendrás la oportunidad de presentarte en el Cervantes con este espectáculo que inició su recorrido en España. ¿Qué expectativa tenías cuando comenzó este periplo?
En octubre del año pasado nos convocó Juli (Julieta) Navarro a Daniel Veronese y a mí. No sabíamos dónde lo íbamos a hacer, pero leí el material y me pareció fantástico. Y además era ideal para lo que estaba necesitando: por las características de lo que es mi vida, mi dinámica, mi profesión -que me lleva para un lado para el otro-, me costaba encontrar un material para entrar y salir cuando quisiera. Me gusta mucho hacer teatro y he tratado de seguir en actividad teatral toda mi vida.
Nunca había actuado en la sala principal, aunque alguna vez había colaborado con un homenaje de las Abuelas de Plaza de Mayo en el que convocaban actores, actrices y gente del arte. Fue en 1994 o 1995. Poco tiempo después participé en Teatro x la Identidad, que llevaron adelante Daniel Fanego, Valentina Bassi, Eugenia Levin y un grupo de gente que se lo puso al hombro e hizo un trabajo fantástico que dura hasta hoy.
-¿Qué aparece en el teatro que te exprese?
El encuentro con el público me parece precioso, mágico y sagrado. Cada función siempre es una especie de ceremonia. Y encuentro nuevos sentidos en poner el cuerpo. Tuve mucha suerte porque trabajé con Norma Aleandro, con Alfredo Alcón. Fue en 1995 y él me insistía mucho: “No dejes de hacer teatro, nunca dejes de hacer teatro”. Ellos estaban asustados de que yo me fuera para algún lado -no sé para dónde creían que me podía ir-, y me insistían: «El teatro es del actor, el actor es del teatro». Hicieron mucho cine, pero los dos sentían que su lugar era el teatro.
Con Alfredo también trabajé en cine: hicimos una película española llamada En la ciudad sin límites, que protagonizábamos con Fernando Fernán Gómez y Geraldine Chaplin. El hacía un personaje muy hermoso que aparecía en un momento clave y teníamos una gran escena, larga, donde él hablaba mucho. Era muy interesante porque él le daba a ese monólogo la impronta de actor de teatro. Había en él un sentido, una expresión y una energía muy teatral. Eran unas seis, siete páginas de esa escena, que compartíamos en un tête-à-tête.
Y de pronto el director, Antonio Hernández -un amigo y un gran director-, le dice: «Baja, menos, menos, Alfredo». Entonces él le contesta, sin entender: «Pero menos que esto es no hacer nada. Entonces en cine, ¿no puedo actuar?» Para Alfredo, uno de los más grandes actores que hemos tenido en la historia de nuestro cine y de nuestro teatro, había una constante búsqueda -como todos los actores y las actrices-, de ir encontrando el lenguaje; buscaba permanentemente el matiz que diferenciaba el lenguaje del teatro y el del cine.
-Imagino que para vos era una clase de actuación.
Sí. Yo aprendí mucho en ese momento. Tenía 31 años y era uno de mis primeros trabajos en España. Era el año 2001. Y Alfredo me decía: «Yo no podría vivir lejos de Argentina. Por el afecto, la gente. El público argentino es muy cálido, en cambio acá es como que no te dan ni bola». Aquella fue una experiencia más acotada, porque él vino a rodar un día. Pero yo lo conocía de 1996, cuando dirigió En la soledad de los campos de algodón, con Horacio Roca en el Teatro Payró.
-Hablabas de la importancia de encontrar el personaje y el texto. En el caso de Los días perfectos, ¿qué encontraste? Además del desafío de interpretar un unipersonal.
La idea de un monólogo me encanta. Cuando hice El territorio del poder me pareció una experiencia preciosa. Más allá de que estaba acompañado en muchos sentidos por el grupo de trabajo: Fer (Fernando Tarrés, el director musical), Pablo, Gero, Damián, Carlos. Pero lo interesante de un monólogo es que se trata de poder meter todo tu trabajo en una valija. Vas aprendiendo mucho de lo que son las propias herramientas, las que podés poner en juego. Obviamente, esto mismo lo podrías también plantear y construir con un compañero, con una compañera. Pero estando solo se pone a prueba la relación con uno mismo, con tu propio cuerpo. Más que nunca, tu cuerpo es única ancla, tu único sostén. Es una relación que el actor debe tener presente siempre, aunque a veces uno se olvida cuando está asustado, ansioso, o en situaciones de más estrés o de más inseguridad. Entonces uno se olvida del cuerpo porque está pendiente de cómo tiene que hacer el papel, metido en una especie de ruido.
Actuar tiene mucho que ver con estar presente, con entablar un diálogo con la meditación. Soy muy fan de un actor japonés llamado Yoshi Oida, que formaba parte de la compañía de Peter Brook. Lo vi en Buenos Aires haciendo El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks y me pareció fascinante, inspirador. En sus libros habla de una especie de traspaso que él tuvo que ir encontrando entre el mundo oriental y el lenguaje.
-Los días perfectos no solo significa el desafío del unipersonal sino también la primera vez en España. ¿Qué incidió en esa decisión?
Simplemente, la mezcla entre la inconciencia y las ganas. El deseo siempre está asociado al temor, a la inseguridad. Pero también veía allí una oportunidad. Un espacio interesante de expresarse y de escucharse. La obra habla también de esto: «Lo que yo quiero decir es que a diferencia de los amantes de hoy día, que mantienen su conexión a través de las aplicaciones de redes Bill y Meta (se refiere a Faulkner y a su amante), parecen estar unidos por la imaginación. Por esa capacidad de verse a sí mismos por fuera, como si fueran personajes de una narración que incluso elaboran y disfrutan compartiendo».
Se me cruza ahora otra frase que dice: «Desde ahí arriba contemplamos la monotonía del campo bonaerense. No teníamos teléfonos con cámaras todavía, ni mucho menos redes sociales en las que publicar nuestra gesta heroica. Solamente teníamos tiempo, tiempo para mirar, tiempo para sentir y nos juramos no olvidarnos nunca que éramos algo locos y de que siempre haríamos cosas así».
En los reportajes que me van haciendo contesto la mitad de las preguntas con textos de la obra, porque si me preguntan qué puedo contar de la obra mis palabras nunca van a ser mejores que las que escribió (Jacobo) Bergareche y que adaptó (Daniel) Veronese. Me parece que uno tiene que seguir encontrando de lo que habla la obra, que es esto que uno intenta defender. Quiero decir: para mí es muy importante la cultura. No la cultura como algo abstracto sino como algo cotidiano. Como algo que a uno le permite seguir aprendiendo a vivir la vida con magia, con amor, con metáfora, con poesía. La creación es un acto del deseo y de amor. Y es un acto de la imaginación. También puede ser un acto de odio, pero a través del arte se transforma en otra cosa.
-Cultura que por otra parte se puede manifestar en distintos escenarios, en distintas ciudades.
Cuando me preguntabas por qué acepté lo de Madrid, pensaba que terminó siendo como una especie de lugar, frecuencia o tobogán donde me metí en marzo cuando arranqué. Pero esto empezó antes: en febrero, cuando hice un viaje y me encontré leyendo un guion en una mesa con Marion Cotillard al lado, Guillaume Canet, Denis Ménochet. Eso siguió en un escritorio al lado de Pedro Almodóvar: durante tres semanas estuve ensayando con él. Después volví a Francia, más tarde volví a trabajar con él, después vine a Buenos Aires una semanita a presentar Menem y después volví a filmar con Pedro. Y de Madrid me fui a México, porque tenía el compromiso de hacer una segunda temporada de Las azules. De ahí, en los tiempos libres, iba estudiando el texto. En septiembre estuvimos acá, para hacer una réplica de lo que iba a ser la escenografía, porque el original se estaba armando en Madrid. Estábamos pensando en cómo reproducir esa sensación y ese clima de lo que iba a ser estar actuando. Ensayamos hasta un viernes: el domingo viajamos a Madrid, llegamos un lunes y el miércoles estábamos estrenando en Madrid. Ese fue un poco todo mi año…que no terminó todavía.

-El año no terminó porque continúan los ensayos de Los días perfectos, que habla de los vínculos y de lo que pasa en la vida de este personaje que encarnás vos después de 17 años de matrimonio. Jutamente, ¿qué pasa?
Hay una crisis. Es como dice el personaje de Luis al principio: “Hago un pequeño paréntesis para decirte que esta especie de tristeza no solo me pasa con el final de las guerras con Carmen». Carmen es su hija y él habla de un juego que tiene con ella. El intuye que en algún momento se va a terminar porque ella va a ser más grande y él más viejo y todo va a pasar a ser un recuerdo feliz de la infancia. Entonces dice: «Me duele, pero lo acepto. Pero con nuestros momentos de felicidad ya vividos, es ahí donde me parece que debería pasar algo distinto. Todavía no me resigno a tener que olvidarlo. ¿Vos te acordás cuando nos dimos nuestro primer beso? ¿Dónde fue?».
El hace un planteo. En un momento dice: «¿Qué fue de nuestra vida, Paula? ¿Qué fue de nuestra vida. Estoy acá en un hotel en New York, mañana ya vuelvo a Buenos Aires y siento que los casi 9.000 km de distancia que nos separan en este momento son similares a la distancia a la que estamos viviendo desde hace tiempo. Estamos muy lejos, vos y yo».
Este es un planteo donde al tipo le cae cierta ficha en relación a un factor desencadenante que es haberse encontrado con estas cartas de Faulkner. Donde él dice: “Me encontré clasificada la correspondencia que le había escrito William Faulkner a su amante, una tal Meta Carpenter, los dos muertos hace muchos años. Esa carpeta enfrente mío cambió el destino de mi viaje, era más fuerte que yo». El tipo empezó a leer, a leer, a leer. Y a entender: «Esa correspondencia se extiende a casi 30 años. Yo quería tratar de entender esa curva de relación paralela. Ese refugio en donde sobrevivir al tedio de su matrimonio”. Tedio que entre paréntesis nosotros conocemos muy bien. El tipo frente a esto obviamente le desencadena una crisis que probablemente ya habría empezado, pero esa crisis lo hace entrar en una especie de planteo existencial. Porque no es algo que solamente se podría restringir a una relación de pareja.
-Hay una frase de la obra que expresa el tedio en términos de la diferencia entre usar las aplicaciones y la imaginación. ¿La tecnología juega en contra de las relaciones?
Creo que tiene que ver con algo de lo que estábamos hablando antes. Como que estamos viviendo bajo algún tipo de anestesia. Tenemos que volver a recuperar algo de la vitalidad perdida, del deseo, de la magia, de la creatividad, de la poética. Hay un filósofo que me gusta mucho que es Franco «Bifo» Berardi, que dice: «Con las cosas que están pasando en el mundo, bastante descarnadas y bastante deshumanizadas que va hacia algo cada vez más feroz». Hay algo que ofrece la posibilidad de la creación, de la posibilidad poética, de la posibilidad metafórica que es por donde se puede seguir creciendo.
Hay algo tensionante con los teléfonos, con los horarios, con lo que nos rodea. Y nos lleva cada vez más a ser como maquinitas. Hay que volver al contacto con la propia naturaleza, con el cuerpo, con el universo de las sensaciones, de las emociones, de la creatividad. Y también el contacto con los otros, los abrazos. Buscar en las redes, pero en las redes de solidaridad, en las que lo importante es buscarse y acompañarse.
-A propósito de esta necesidad de búsqueda, Los días perfectos plantea una paradoja inicial: en medio de esta forma de comunicación que se establece a través de vínculos de aplicaciones, de internet, de la telefonía celular, se desencadena el conflicto existencial a partir del hallazgo de cartas escritas de puño y letra.
Siempre podemos recuperar las cartas. Hay un momento en que Luis dice: «Hacía mucho que no te escribía. Por eso te escribo esto, una carta. Creo que nunca lo hice. Es que para escribir cartas uno necesita tiempo: tiempo para escribirlas, tiempo para mandarlas, tiempo para esperar una respuesta, tiempo para responderlas. En general no trataban asuntos de los que se esperaba una respuesta que fuera inmediata, más bien eran asuntos que requería una respuesta elaborada, que la otra persona nos cuente cómo está, que nos cuente qué va a hacer. O sea, que despliegue qué es de su vida. Es lo que hacíamos antes cuando estábamos lejos. Y hoy me siento lejos de vos”.
Pero no tengo idea cómo nos comunicaremos en el futuro. Estamos ya un poco encadenados al teléfono y, además, nos resulta útil para nuestro laburo. Afortunadamente hay cosas que están buenas. Yo para componer un personaje tengo acceso a una cantidad de información a través de Internet. Para componer a Menem fue notable la cantidad de recursos tecnológicos que tuve. Hasta poder grabarte, poder doblarte. Ahí hay algo de mucha dinámica. Se va produciendo algo interesantísimo en el cerebro, en las neuronas. Claro, nosotros nos hemos criado sin teléfono. ¿Cuándo apareció el teléfono en mi vida? ¿A los 25, 26, 27? Ya tenía un montón de información y de experiencia vivida sin el.
-No podemos prescindir del mundo tecnológico pero no queremos abandonar el mundo analógico.
¡Claro! Yo sigo teniendo una camioneta de 1999 y no la quiero cambiar. Usás las perillitas como los aviones: «tac, tac, tac». «¿Estamos listos? Listo el despegue». Todavía me gusta la sensación de poder agarrar. Pronto no van a tener ni volante (Risas).

-Hablabas de Menem. Acabás de ganar un Martín Fierro al mejor actor protagonista de serie.
El tema no es solamente el premio -que es maravilloso-, sino contra quién competía. Fue como ganar cuatro Martín Fierro. ¡Había que ganarle a Guillermo Francella, a Ricardo Darín con El eternauta! Y a Óscar Martínez, obviamente y todo el grupo de gente que era un grupo hermoso de actores: Guillermo Pfening, Alan Sabbagh, Daniel Hendler, Esteban Lamothe.
De hecho, me fui preparado para que lo reciba otro. No esperaba que me lo dieran. ¡Me faltó decir «gracias APTRA»! Creo que se valoró mucho el trabajo, con el hermoso equipo que formamos.
-¿Qué Menem tenías en tu cabeza?
Me acordaba de una doble tapa de Página/12 del año 95 con un título hablando mal de Menem. Tuve que sacarme de encima un montón de prejuicios, que obviamente tenía y también salirme de mi propia opinión, porque eso te termina encorsetando. Está buenísimo tener opinión, pero no te sirve para actuar. Tenés que despojarte para que te entre otra cosa.
-Hay una simbiosis asombrosa entre el Menem real y el personaje. ¿Cómo fue el trabajo de composición?
Lo laburé muchísimo, muchísimo. Pero hubo algo que no sé qué es, qué tipo de magia también pasó, que hubo una conexión, como de la estratósfera. Algo conectamos porque me salió. No digo ni fácil ni rápido, pero podría haber trabajado seis meses y no haber llegado ni a la mitad de lo que siento que llegué. Hubo algo que fluyó. Yo estuve laburando en España hasta finales de marzo. Mucho tiempo antes de eso no pude haber empezado y en junio ya estábamos filmando. En abril hicimos una primera prueba en la que me dejaba la barba, me afeitaron las patillas. No llegaron a ser tres meses de preparación. Se ve que lo tenía muy en la cabeza. No sé si inconcientemente uno puede empezar a construir desde antes. Empecé a ver videos, a observarlo.
Trabajé mucho con Mariana García Guerreiro, una foniatra que es profesora de la UNA y sabe mucho. También me ayudó mucho una compañera cantante que es María Heinen. Ella me empezó a hablar un poco también de la parte de adentro, de dónde estaba alojada la voz. Y también con Lili Popovich (actriz y coach), Silvina Atencio (relacionada con el mundo espiritual) y también con la Clo, que fue la asesora-barra-bruja de Carlos, muy amiga de él. Prácticamente hablábamos todos los días. Y tuvimos un encuentro mágico en La Rioja.
-¿En qué sentido?
Yo había decidido viajar a La Rioja por mi cuenta un mes y medio antes de empezar a filmar. La producción me puso en contacto con Hebe Estrabou (realizadora, gestora cultural), que estaba a cargo de ponernos en contacto con el mundo menemista: amigos, familiares, gente cercana. Pero yo venía leyendo algunas biografías y me interesaba otro perfil. Entronces le propuse conocer a alguien del mundo esotérico de Menem. Me parecía un aspecto importante porque él era un poco también un brujo. Y no lo digo metafóricamente: la gente con la cual yo conversé lo definía como alguien muy magnético y muy especial, como que había algo espiritual muy fuerte.
Le escribo a la Hebe y me contesta: «Te tengo arreglado todas las cosas y todas las reuniones. Pero no tengo idea de lo que me pedís. No conozco a nadie del mundo de la bruja ni del esoterismo ni nada. Pero voy a parar la oreja». Cinco horas después me mandó otro mensaje: «No lo vas a poder creer. Hablé con algiuien que me dijo que le dijeron que la bruja de Menem vive en Córdoba y está llegando a La Rioja el mismo día que vos».
La cuestión es que bajé del avión y media hora después estaba sentado en la puerta del hotel hablando con la Clo y con su marido, con Julito. Ese día estuve hasta las 5 de la mañana hablando con ella. Y desde ese momento nos hablamos todos los días y nos hicimos amigos. Creer o reventar.
-¿Te imaginabas que la serie podía generar tanta repercusión?
-No, no. No lo esperaba. Lo que más aprendí de ese personaje, de Carlos, fue su determinación. El tipo en el año 78 estaba preso, con muchos otros dirigentes peronistas. Y el tipo ya en ese momento trabajaba para ser presidente. Ahí empezó a operar su movimiento para ser presidente quince años después. Una de las maneras en las que entré en el personaje fue a través de la determinación. Me determiné a mí mismo que iba a hacerlo y que iba hasta las últimas consecuencias, que iba a dejar mi piel para hacerlo. Así como él dejó seguramente muchas pieles para lograr lo que logró a nivel individual. Porque fue gobernador muchas veces, presidente dos veces (casi tres). Viniendo de Anillaco, un pueblito -así como Maradona venía de Villa Fiorito- que si hoy sigue siendo un lugar con calles de tierra, imaginate en 1930. Creo que me fui encontrando con un personaje de mil caras, capaz de convertirse en lo que quisiera.
–A todo esto, ¿Menem le ganó a Juan Salvo o Sbaraglia le ganó a Darín en el Martín Fierro?
Ricardo es un tipo tan generoso, tan humano, tan buen compañero y tan inspirador -inspirador para otros actores y actrices-, que también el premio es de él. Una pena que ese día no estaba. Me hubiese gustado darle un abrazo y decirle esto mismo. Ricardo, así como Guillermo, Oscar, como tantos otros. El mismo Héctor Alterio, (Federico) Luppi, (Pepe) Soriano, Alfredo Alcón, Ulises Dumont, Lito Cruz, a quienes ya no tenemos. Norma (Aleandro) que sigue estando absolutamente activa y combativa como siempre. Como también de la Elena Tasisto, Alicia Bruzzo, María Rosa Gallo. ¡Tantos actores tiene este país!
-En la noche de entrega del Martín Fierro te acompañó tu mamá, también actriz.
Rosa Ana Livia Laura Farsetti. Rosana Randón de nombre artístico. Mi vieja me acompañó además ese día junto con mi hija en el Martín Fierro. Ella nació en 2006 en Madrid y en el 2009 volvimos ya para que ella empiece su escolaridad. Terminó la secundaria en el Nacional Buenos Aires y ahora está estudiando Diseño de Indumentaria en la FADU.

-En estos días se anunció que Amarga Navidad, la película que rodaste en España con Pedro Almodóvar como protagonista, se va a estrenar en marzo del 2026.
-Sí, sí. Además, vi el cartel. Me sorprendió, me encantó. Me vi ahí grande. Decís: «¡Wow!». Son esas cosas que no te las terminás de creer, como si le estuvieran pasando a otro.
-Es tu segundo trabajo con él después de Dolor y Gloria.
Un trabajo más comprometido, donde el tipo me llevó. Porque Dolor y gloria me encanta, pero fue un trabajo donde quizás Pedro vino a buscar un color que yo ya tenía. En cambio, acá buscamos otros colores. Es un tipo que te lleva a un límite de exigencia y de algo que él está buscando que es muy difícil de lograr. En el sentido de que te pide que des una triple mortal hacia atrás y que pase por el agujero de una aguja.
–¿Qué historia se cuenta que te hizo dar el triple salto mortal hacia atrás?
Cuando me ofreció el personaje me habló de Emmanuel Carrière, el autor francés que escribió Yoga y varios títulos más. Es un tipo que trabaja mucho su lenguaje en relación a lo que es autoficción. Entonces, me dijo: «Yo quiero seguir trabajando… me interesa mucho el tema de la autoficción». Es como si fuera una historia de mamushkas: una historia dentro de la otra y dentro de la otra. Es Almodóvar dirigiendo a Leo haciendo de un alterego que dirige a otro que está haciendo otro alterego que está dentro de otro alterego. Es como si fuera una película dentro de otra y de otra y de otra. Y al mismo tiempo, claro, el límite que él busca sobre el actor. El otro día lo escuchaba en una entrevista decir que él muchas veces le interesa el trabajo. Es cierto: no hay tantos directores que trabajan tanto con el actor. Que se sienten tres, cuatro semanas con el actor a decirle cómo lo quiere.
Se ensaya un poco como si fuera una obra de teatro. Es muy teatral: de hecho, nosotros tenemos escenas de 20 minutos, de diálogo entre dos personajes.
-La relación de Almodóvar con sus actores forma parte de su sello de autor.
El lo decía en una entrevista: «Yo llevo al actor a un lugar, al límite. Me interesa que encuentre ese límite al cual lo llevo. Quizás sea algo que no tenía que ver con el personaje, pero esa relación entre el límite de los recursos de un actor y el personaje que aparece hace todavía más interesante el personaje que yo creé». Hay algo de esa relación entre ese límite del actor, ese desdoblamiento. Entre todo eso aparece la creación. El está en esa especie de reflexión entre dónde está el límite entre la ficción y la realidad. ¿Qué es más importante? Ahí está un poco la hipótesis que maneja la película.
-En ese momento se van a cumplir 40 años de tu debut en cine, en La noche de los lápices. ¿Cuál es la primera foto que te viene a la mente de aquel momento?
Fue en junio del 86. Me acuerdo porque tenía 15 años: cumplí 16 el 30 de junio. El rodaje se hizo en La Plata mientras se estaba jugando el Mundial. Cuarenta años después, voy a estar terminando el rodaje de un gran director argentino que no puedo decir (pero ya os enteraréis). Y quizás, andá a saber, en el Cervantes festejando.
Julia Montesoro


