El escritor, director de cine, productor y gestor cultural Javier Torre relanzó su segunda novela, La luz de un fósforo, con inevitables referencias a su estirpe cinéfila. Publicada por Editorial Corregidor, a pocos días de su lanzamiento se editó la segunda edición.
La luz de un fósforo narra un historia, o historias, donde personajes fascinantes del pasado de nuestro cine se entrecruzan con ritmo audaz, caleidoscópico, y donde la realidad y la fantasía alternan para dar vida a un mundo perdido, pero nunca olvidado.
Entre esas historias está la evocación de la historia de Julio Irigoyen, director que inició su trayectoria en el cine mudo y luego atravesó la transición a los primeros años del sonoro y que tuvo un estreno vínculo con Leopoldo Torres Ríos, al punto que fue el padrino de Leopoldo Torre Nilsson.
Entre las decenas y decenas de películas argentinas perdidas figura ese título con un nombre encantador, de una sonoridad que sigue deslumbrando a historiadores del cine, a cronistas eminentes y a buscadores de tesoros fílmicos, como a su modo lo fueron el gran Jorge Miguel Couselo, o el siempre impecable Domingo Di Núbila. Ese film, del año 1921, se titula Palomas Rubias.
En la pequeña habitación que compartía con sus íntimos amigos, los jóvenes hermanos Torres Ríos, José Agustín Ferreyra se aprestaba a filmar su opera prima. Su madre, sin ningún recurso, lo estimulaba a que se lanzase a un oficio todavía incierto, pero tan fascinante como quizás no hubiera otro.
Precoz, brillante, iba a dirigir su película con los pocos medios que tenía. En el Teatro Colón, a las órdenes del célebre Pio Codivallino, había ganado el respeto de afamados regisseurs que llegaban de Italia, uno de los cuales, a quien además le resultó atractivo, le propuso instalarse en Milán.
—En Italia se asustarán si ven a un negro trepando por un telón– declinó, riéndose: por nada del mundo aceptaría irse de Argentina. Quería dedicarse al cine, además.
Muy delgado, con los ojos saltones –tal vez por la ambición desmedida, otros dicen por el hambre que había pasado en la infancia– Ferreyra tenía una memoria extraordinaria y sabía recitar poemas de Enrique Banchs, su favorito, de moda por la época. Recitaba en la penumbra, para sus compañeros de pieza:
—Tornasolando el flanco a su sinuoso paso/ va el tigre suave como un verso/ y la ferocidad pule cual verso/ topacio el ojo seco y vigoroso…
Julio Irigoyen les proveyó una cámara y unos pocos faroles para lograr la adecuada iluminación. También podrían disponer del rústico laboratorio que había levantado en el fondo de su casa. Con un carro de a caballos y unos cables gruesos, pesados, de tela negra, se pusieron a la obra.
Al parecer se trató de una historia de amores juveniles. Inocencia.
Nobleza de sentimientos.
Dulzuras. Y aunque no quedan testimonios directos de espectadores o cronistas que hayan visto la película –de la que tampoco hay reseñas, ni fotografías, ni críticas– la coincidencia histórica es que se trató de un film entrañable, enternecedor. Los interiores se filmaron en decorados que montaron en el primer local del Luna Park, en Corrientes entre Pellegrini y Cerrito.
Allí, encerrados durante dos semanas de un verano porteño con calores de cuarenta grados a la sombra, comiendo guisos que enviaba la madre de Ferreyra e inclusive quedándose a dormir en los rincones del gigantesco palacio del boxeo, donde había algo de fresco, José Agustín no imaginó lo que iba a sucederle: La protagonista femenina, llamada Lidia Lyss, se entregó de cuerpo y alma al joven director de piel morena y pelo ensortijado, que se trasformaba al dirigir. Se enamoró perdidamente de ella y fue su primer amor y su primera mujer. Filmaron. Crearon. Fueron felices durante un breve tiempo.
El 18 de octubre, una noche de lluvia, Palomas Rubias se estrenó en el cine Gaumont de Buenos Aires, con gran suceso. El público concurrió masivamente a ver la película, un éxito comercial que reventó las taquillas y convirtió la película en el suceso de aquella temporada, en la que compitieron incluso contra exitosos films que llegaban de Estados Unidos o Alemania.
Julio Irigoyen se alegró por el increíble suceso de la película, y motivó a Ferreyra para que empezara a filmar otra enseguida. En el cine, le explicó, un éxito es peligroso porque cuando el fuego se apaga hay que saber encender otro igual o mayor, y porque cada director –dijo, mientras festejaban el éxito en una cantina en el viejo San Telmo, donde lo invitó a cenar y pedir lo que quisiera– cada director, repitió, mientras alzaba una copa de buen vino, cotiza económicamente por lo que recauda con su último trabajo.
Por alguna razón incomprensible, años después, el film terminó por desaparecer de la faz de la tierra. Se ha hablado del incendio de otro depósito clandestino, también de una explosión en una sala del centro de Buenos Aires, de un daño intencional y hasta de un robo encargado por un coleccionista, cuyas piezas continuarían hasta en día de hoy ocultas en un sótano en el barrio de Palermo, acondicionado para ocultar joyas, pinturas, muebles antiguos y películas robadas.