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DIRECCION EJECUTIVA: JULIA MONTESORO

Federico Olivera es director y autor de «El fondo de la escena»: «La obra funciona como metáfora del desguace de la cultura»

Federico Olivera es el director y autor de El fondo de la escena, obra teatral se presenta en El Portón de Sánchez los sábados a las 19 y que aborda el problema de la identidad y el relato familiar, indagando las imposiciones estigmatizantes que pueden eclipsar las aspiraciones personales y, al mismo tiempo, despertar el impulso de rebelión.

El elenco está conformado por Fernanda Bercovich, Fabiana Brandán, Fiorella Cominetti, Lautaro Murua, Fernanda Pérez Bodria,  Catalina Piotti y Santiago Zapata.

-¿Cómo surgió el planteo de El fondo de la escena y cómo sorteaste la tentación de ser autor y director pero no uno de sus protagonistas?

El origen surge a partir de una anécdota familiar, ya que mi padre tiene un trasplante de riñón. Lo tuve que acompañar durante mucho tiempo. Frente a esa circunstancia empecé a escribir. En principio, el protagonista iba a ser de alguna manera mi alter ego. Pero a medida que iba avanzando me di cuenta de que me sucedían distintas cosas en base a ese episodio. Había varios yo. Entonces resolví dividirlo en personajes. Dejé de ser el centro. Empecé a tomar distancia y a tener más libertad a la hora de escribir. De esa manera pude pegarle más fuerte al clavo de los diversos personajes: el negador, el que tiene bronca, el que tiene miedo, el que quiere irse, el que quiere estar, el que quiere ayudar. Cada uno de alguna manera aspira a que suceda algo, una especie de Deus ex Machina que baje y lo resuelva todo. Como una suerte de tragedia griega donde esto no era tan así, sino de otra manera. La filmación representa esa idea: la del agente externo que interviene sobre un hecho de esta realidad, que es esa espera de saber si le hacen o no el trasplante y si se salva la madre. Esa madre es un personaje omnipresente que hay que cuidar y del que todos están atentos. Allí empecé a distanciarme del personaje principal, porque se atomizaban los conflictos. Y me vi como director; ya no como actor.

El fondo de la escena tiene la peculiaridad de que frente a la situación límite que enfrentan las tres hermanas, el rodaje de una película de terror cruza la escena y la despoja de dramatismo, agregándole una capa de humor. ¿Hay allí un homenaje al cine?

Definitivamente. En realidad, cuando uno escribe no sabe bien de dónde viene ni para quién lo hace. Obviamente se va administrando para que eso tenga un sentido, pero es como si el inconsciente escribiera por uno. Allí hay una parte intangible.

Yo tengo una relación con el cine muy estrecha porque empecé como asistente de dirección. Justamente en la obra hay un personaje que aborda ese rol. Lo fui bastante tiempo y lo padecí, porque la realidad es que es rol muy ingrato: es el culpable de todo y no recibe ninguna felicitación por ningún mérito, ni por ningún objetivo. Siempre debe estar atento a la contingencia, el problema, a lo que hay que resolver. Pero también es un personaje muy atractivo, porque no tiene tapujos en pedirle cualquier cosa a cualquier persona.

Sí, es un homenaje al cine. Me veo muy reflejado en ese personaje. Y en esto de que siempre aparece algún agente externo e interrumpe lo que te está pasando. Un ejemplo para los actores es que estamos enfermos y tenemos que salir a escena y a filmar igual. Es muy difícil sortear eso.

Haciendo Hamlet, dirigido por Manuel Iedvabni en el Centro Cultural de la Cooperación, llega la escena de la muerte: lo roza Laertes con la espada envenenada y Hamlet cae. ¡Y me agarró un ataque de tos estando muerto! Finalmente no se notó, pero sentía que todos estaban mirándome (Risas).

-Este asistente de dirección que cruza la escena disponiendo de los pacientes como si fueran actores, ese beso improbable y apasionado entre dos personas que ni se conocen, ¿son también referencias de tus trabajos como actor de cine?

Sí, claro. De repente te vas dejando llevar y empezás a estar en una especie de nebulosa, en la que no sabes bien qué estás haciendo. Por ejemplo, estas dos personas, que no tienen ningún vínculo, se animan a besarse y a pasar un umbral, porque de alguna manera se transgrede una especie ley tácita, de bien-mal, como que algunas cosas no se hacen. Pero la actuación lo permite. Este personaje (Damián), que está muy sometido a su mujer, encuentra en la actuación una vía de escape para ser alguien que realiza algo distinto. Cree que tiene que hacerlo, que esa es su vocación.

-La acción transcurre en un hospital que está siendo desmantelado. ¿Hay allí una metáfora (deliberada o no) de la situación por la que atraviesa la cultura?

Sí, por supuesto: yo tengo esa sensación. Si bien la obra la vengo trabajando hace bastante, funciona perfectamente como una metáfora del desguace y de esta especie de fumigación con glifosato sobre la cultura para que muera todo. De acallar un sector, porque no se quiere que se piense.

Puesto en el plano de la política, hay una falsa libertad. No entiendo de qué libertad se estaría hablando cuando justamente lo que no se está propiciando es eso. Esto de no tener una voz propia y de no tener un pueblo que se expresa. Siempre se necesita de un apoyo e incentivos porque es un sector muy vulnerable. Supongo que le sucede lo mismo a la educación y a la ciencia. Son tres sectores que necesitan apoyo de del Estado e incentivos para propiciar políticas que hagan que eso esté fuerte. Que además, a corto, mediano o largo plazo también es beneficioso económicamente, pero no se pueden pensar las cosas solo en términos materialistas.

Siempre pienso esto: cuando uno está con un niño siempre le desea lo mejor: que pueda expresarse, que sea feliz, que tenga una idea propia, que pueda darle algo al mundo y a sí mismo… Uno incentiva que cante, que toque un instrumento o que haga un deporte. Cosas que hacen a la esencia del ser humano.

De repente apareció esta idea de que eso no exista. Una idea muy nociva. Me preocupa que exista gente que quiera eso: una especie de rencor y resentimiento, de ver sufrir a alguien. Una especie de consumo morboso de reírse del que padece, inherente al ser humano.

Por eso desde los lugares de conducción hay que intentar tener un buen trato hacia el prójimo. Es una misión que debe tener la gente que está en lugares de decisión y poder. Y que se debe incentivar porque si no, vamos derecho al medioevo y al circo romano.

Julia Montesoro

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